Cuentos de Thertinia 26: Persecución

Esa hoja de acero clavada en su omóplato no le dejaba respirar. Trataba de mover la boca, trataba de pedir ayuda, pero a su agonizante garganta le costaba hasta susurrar. El músculo, perforado, aullaba en busca de alguna solución milagrosa. Pero bien sabía que los milagros no existían, que esa sangre que su espalda escupía en abundancia era necesaria para su supervivencia.
La tierra sobre la que había caído se le metía en los ojos, en la boca, impedía echarle un vistazo al miserable que le había atravesado la espalda con la espada.
Incrustó las uñas en ese suelo blando y sucio, intentó levantarse, pero no podía. No podía morirse ahora, no sin haber llevado a cabo su misión. Sus codos dolían, sus brazos no podían estirarse para levantar su cuerpo.
Oía gritos, amenazas, sentía bajo su cabeza la sombra de esa espada que quizás quisiera rematar lo que había empezado. O no. Quizás no le importaba esa figura inútil y patética que ya no suponía ninguna amenaza para la persona que la portaba.
Jamás habría pensado, al empezar el día, que acabaría así.
Drico frunció el ceño, mientras Gazmir miraba el rudimentario mapa que les había dibujado ese pueblerino.
-Creo que el Paso de los Cerezos está por… allá-aventuró el bardeño, deseando romper ese pedazo de pergamino en pedazos-. Sí, estos son los chopos por los que tenemos que pasar… ¿son chopos?
-Sí-corroboró Lored, adelantándose. Parecía estar disfrutando como un tierno infante de ese diverso jardín, creado hacía siglos por el monarca Al Mashukk, que buscaba demostrar la grandeza de Iblis plantando árboles provenientes de todos los rincones del globo, cuidando de ellos. Había quien decía que ese rey había previsto la Reconquista, que quería dejar su huella con un espacio vegetal que los Radell no se atreverían a destruir. Un paraíso en la Tierra, un espacio abierto al público, ajeno a la quema, ajeno a cualquier cambio político ajeno a la guerra. Un espacio idílico, y un atajo ideal.
Por desgracia, también era un intrincado laberinto.
-Lored, llevamos mucho tiempo dando vueltas-se quejó Drico-. ¿Y si buscamos a alguien?
El brujo resopló, incapaz de soportar las constantes quejas de su creación.
-A estas horas de la madrugada, la gente de alrededor está o durmiendo o trabajando. Además, a muchos los habrá reclutado la Puta de Radell para llegar hasta el Acantilado del Profeta. Menuda locura, conquistar tanto territorio en tan poco tiempo… pero supongo que esa es la idea. Demostrarles que puede, aunque la realidad parezca oponerse a sus deseos. Y la coronación… es entonces cuando realizará el hechizo, culminando su lucha contra el mundo tal y como lo conocemos. Me apostaría la cabeza.
Aunque sus ojos no se despegaban del fascinante paisaje, sus palabras no habían dejado de maldecir a esa bruja. Al espantapájaros le divertían esas constantes demostraciones de frustración e impotencia. Mientras caminaban bajo esos chopos, se burló de su padre:
-Buena historia, Lored, muy entretenida. Pero le faltan ángeles.
-Drico, piénsalo-intervino su amigo, convencido por las palabras del hechicero-. Es el final perfecto para su plan. Es como… coño, como cuando nos burlábamos de alguien antes de robarle. Eso es lo que quiere, Drico, y va a traer el fin del mundo. Por favor, lo tienes que entender-insistió, rozando la súplica. Sus manos temblaban, sus palabras salían expulsadas de su boca con un frenético terror. Le habían educado desde muy joven en el terror a lo sobrenatural, y lo sobrenatural flotaba en el aire. Contaminaba sus sueños desde hacía semanas, parecía haberse adueñado del mundo. Y cada vez iba a peor.
El hombre de paja, sin embargo, no le dio la misma importancia.
-Gazmir, de verdad que no entiendo que te creas esto. Es que te veo y… te juro que me da pena ver cómo te crees estas cosas. Sé que es una historia muy bonita, que puede tener mucho sentido si lo piensas… pero es que, si te lo explican bien, todo puede tener sentido. Si te digo que van a venir hombrecillos verdes de las estrellas, ¿tú te lo crees? No. Pues igual…
-No entiendo por qué os empeñáis en razonar con este monstruo-intervino Namera, huraña-. Solo estamos perdiendo un tiempo que no tenemos, y no le vais a convencer. Ponedle una mordaza y ya está.
-Callada estabas más guapa.
-No es mi belleza lo que importa, sino…
-Bah, es una forma de hablar.
La monja contuvo las ganas de clavarle esa espada en la espalda, de ponerle fin a ese engendro de una vez por todas. Solo la misión le hizo recapacitar, la importante misión que podría requerir su vida, pero no la de ese engendro. Por lo menos, hasta que impidieran la invocación.
Sin apenas darse cuenta, sin hablar para no discutir, atravesaron los cerezos y, más adelante, aquellos extraños árboles llamados palmeras, que había que plantar cada primavera porque no soportaban el invierno. Cruzaron el laberíntico jardín sin reprimir una mirada de fascinación al cruzar cada esquina, deleitándose en las formas reconocibles de los árboles, y aún más en las que no reconocían. Disfrutando de ese oasis de paz en una región a punto de entrar en la segunda fase de la guerra. Hasta llegar a esa majestuosa planta.
La secuoya desafiaba al sofocante calor veraniego y les abrazaba con su acogedora sombra. Se asentaba en la tierra con esas gruesas y gigantescas raíces, haciendo gala de su indiscutible poderío. Las hojas, largas como brazos, les miraban con una arrogancia que solo un ser tan viejo como ese podía permitirse. En sí mismas, constituían un jardín con entidad propia, una prodigiosa e impresionante vida que se extendía a través de las ramas como una benigna infección.
Aferrado a uno de esos brazos de madera, Lazanias aguardaba su oportunidad. En cuanto pasaran de largo, saltaría sobre ellos.
-Es tan impresionante como decías-se maravilló Gazmir-. O más todavía.
-Sí. ¿A qué ahora te alegras de haber pasado por aquí?-le preguntó a Drico, con malicia. Este apartó la mirada.
-Venga, lo que tú digas. No sé a dónde coño me estáis llevando, pero una visita a un jardín no va a cambiar mi opinión.
-Te lo hemos dicho mil veces, cabezón: al Acantilado del Profeta. Si vuelves a insistir en que mentimos, te juro que te rompo la cabeza a palos.
-Encadenado es muy fácil…
-Anda, cállate.
-¡Pero si eras tú el que…-le dedicó una mirada asesina con esos ojos saltones. Decidió que lo más sabio era obedecer. Escupió al suelo, asqueado.
El elfo escuchaba la conversación, con una creciente preocupación por el discurrir de los acontecimientos: el Acantilado del Profeta. Lo acababan de decir. Sus peores temores acababan de confirmarse allí mismo, en ese preciso instante. Un escalofrío bajó por su columna vertebral, en cuanto empezó a imaginar las consecuencias que podía tener que vendieran a ese engendro a los bardeños. Quizás no pudieran ganar la guerra… pero sí alargarla un poco más, con el coste que eso supondría en vidas humanas.
Vaihafer, el trance guerrero, abarcó su mente. Eliminó las molestias innecesarias, las distracciones. Era consciente de la existencia de cada centímetro de su cuerpo, controlaba sus pulsaciones con una disciplina que ya se había convertido en una segunda respiración para él. Avanzó por la rama hasta tocar la punta. Flexionó las piernas, se preparó para saltar. Agarró la daga, listo para atacar, para matar o morir.
Saltó.
Asía el cuchillo con fuerza, evitando que resbalara con el sudor de sus manos. Apuntó al omóplato de Drico, previó una fuerte caída sobre él. Luego, retirar el arma, clavársela en su nuca. Poner fin a ese engendro de una vez por todas. El filo de su cuchillo estaba cada vez más cerca, caía al suelo como un rayo, listo para fulminar a ese ser infernal que podía cambiar el rumbo de la guerra.
Entonces, Gazmir se giró. Sus tres ojos entraron en contacto, se reconocieron. Había pasado mucho tiempo, pero ambos pudieron ver lo que apreciaban del otro, entremezclado con lo que despreciaban, revuelto con una ira y una determinación imparable: cumplir la misión. Eso era lo único que les importaba.
El bardeño no entendía qué estaba pasando, ni qué hacía allí ese elfo que les había abandonado, ni por qué quería matarlos. No entendía absolutamente nada, excepto lo que tenía que entender: si no actuaba a tiempo, Drico moriría y, con él, su única oportunidad de redención. A una velocidad que ni él mismo creía posible, sacó el cetro. Apuntó a Lazanias, apretando los dientes, listo para desatar sobre él la furia de los elementos. Su recia mano apretaba con tanta fuerza que creyó que iba a explotar.
«No sé por qué has venido, pero tú te lo has buscado».
Pero dudaba. Por una vez, no disfrutaba de esa sensación de poder al sostener ese cetro. Se detuvo, deseó que el elfo no lo supiera, o que fuera lo suficientemente cauteloso para evitarlo de todos modos. En ese momento, ese desafío se convirtió en un duelo de voluntades, en una lucha encarnizada por imponerse al otro. El ojo de ese guerrero analizó la situación, una expresión de profunda preocupación mutó su rostro. Arriesgándose a partirse una pierna, cambió su trayectoria en el aire. Aterrizó sobre las palmas de sus manos y las plantas de sus pies. Elevó su cabeza en un milisegundo, analizando a sus potenciales adversarios. No conocía a la mujer, pero parecía peligrosa. Drico estaba encadenado. Lored acababa de girarse, todavía no tenía las manos metidas en sus diabólicas bolsitas. Y Gazmir…
-Lazanias, ¿qué haces? Qué…
…había cometido un grave error: dirigirse a él en vez de apuntarle primero.
Se abalanzó sobre él, inmovilizando su brazo derecho. Le agarró la muñeca, golpeó su nariz con la frente, mordió su hombro izquierdo con una brutalidad que habría sido innecesaria si siguiera teniendo su leal flauta. No quería hacerle daño, aunque fuera un traidor. Pero…
Gazmir intentó agarrar su arma con la otra mano, dolorido, el tabique nasal empapado de sangre, la cara convertida en una máquina de sufrir, la barba medio roja, los ojos desbocados y fijos en su oponente. Pero tenía que hacerlo. No sabía por qué se había vuelto loco, pero…
Pero sabía que iba a vencer. Si no hubiera vacilado como un estúpido (esquivó otro de sus puñetazos), podría haber aprovechado el cetro (evitó una patada a la entrepierna), pero ya era imposible. Lazanias era mucho más disciplinado que él, mucho más hábil con cualquier arma que se le antojara. En poco tiempo, triunfaría, así que…
Sí. Tenía que hacerlo. Si no, los demás no tendrían ninguna oportunidad. Aunque le doliera, aunque ese puto elfo le matara… tenía que ayudar al resto.
«Namera, por favor, cógelo»-pensó, mientras tiraba el cetro al suelo. Comenzó a rodar, apartó la mirada para ver el rostro decidido de Lazanias-. «A ver qué haces ahora, pedazo de…»
En cuanto vio esa arma desprenderse de la mano de Gazmir, pensó en acabar con su miserable vida de truhán en ese momento. Pero algo detuvo su mano, quizás un remordimiento irracional por haberles abandonado, quizás un rastro infame de debilidad élfica. No lo sabía. Golpeó su rostro con los nudillos una (se tambaleó), dos (perdió el equilibrio por completo), tres veces. La tercera fue la vencida. Cayó al suelo como un muñeco roto, se dio de bruces contra la tierra. En dieciséis segundos, Lazanias había conseguido derribar a ese mastodonte, sin permitirse el lujo de intercambiar una palabra con él. Ahora le tocaba el turno a los demás.
Lored vio cómo el cetro rodaba hacia ellos, se lanzó a por él tan rápido como pudo. Namera, por su parte, desenvainó la espada. Observó a ese elfo duro y astuto, se imaginó quién era. Se acercó a él, sin decir una palabra. No quiso saber nada de su pasado ni de sus planes de futuro, no quiso saber absolutamente nada de sus motivaciones, ni siquiera quiso escuchar el sonido de su voz. Lo único que sabía era que, si mataba a Drico…
Ni siquiera le dio tiempo a completar ese pensamiento. Como si fuera una hoja movida por la corriente, ese puñal se acercó peligrosamente a su rostro. Mientras ella se apartaba y hacía algún movimiento de tanteo con su arma, su oponente no descansaba ni un segundo. Buscaba nuevos ángulos, nuevos puntos débiles. Ella, por el momento, estaba consiguiendo evitar sus ataques… pero cada vez se acercaban más a su vulnerable carne. Sabía, aunque no lo conocía ni de un minuto, que no podía distraerlo de ningún modo, que en ese combate solo contaba la habilidad pura y dura con la espada. Nada que dijera o hiciera podía…
-¡Lazanias, hijo de la gran puta!-gritó Drico, mientras daba saltitos en un intento desesperado por huir-. ¡Eres un puto traidor!
Algo, quizás un recuerdo del pasado, quebró la determinación de ese asesino. Apenas un poco, apenas frenó sus movimientos durante la mitad de un segundo, pero sus palabras habían logrado romper ese trance guerrero tan bien preparado.
Sin embargo, sabía que se protegería si apuntaba a algún órgano vital: decidió ir a por el puñal. En un movimiento tan rápido como instintivo, hizo que las dos armas chocaran con tal fuerza que le hizo soltar la daga. Entonces avanzó un par de pasos, reprimiendo una sonrisa: después de tanto tiempo convaleciente, empezaba a ser de utilidad.
Hizo que su espada descendiera sobre el cuello de ese malnacido, hizo caer el golpe con toda la velocidad que consideraba posible. Disfrutó, antes de tiempo, de esa sangre cayendo sobre el suelo, de su cabeza separada de ese cuerpo que tantos problemas les había dado. Se mordió el labio, anticipando la violencia que acabaría con…
Rodó por el suelo, como si fuera un carro minúsculo. Recogió su puñal en su segunda voltereta, sin tener que detenerse ni por un segundo. Pensó en abalanzarse sobre esa asesina como un tigre, pero decidió esperar. Si actuaba demasiado apresuradamente, esa escaramuza podía acabar muy mal. Al fin y al cabo, estaba en desventaja.
Una luz, la hierba a su alrededor quemándose, humo que se colaba en su cuerpo cuando tomaba aire. Había podido esquivarlo pero, incluso después de lanzarse desesperadamente a los pies de esa monja, no sabía qué era. Miró a su alrededor, y lo vio: Lored, ese indeseable brujo, lo apuntaba con ese cetro cargado de electricidad. Ese monstruo sin escrúpulos, ese… ¿sin escrúpulos?
Observó, con un gran interés, que no disparaba. Analizó su rostro, como le habían enseñado a hacer los mejores maestros que su familia había podido pagar. Había duda, había un combate constante. ¿Disparar o no? Estaba claro que antes había querido matarle, así que no dudaba por él… sino por ella.
Rodó de nuevo, como una miserable croqueta, y se incorporó de un salto. El arma de esa mujer era de mayor alcance que la suya, pero debía mantenerse cerca. Si no, ese relámpago acabaría con su vida, y con las esperanzas de ver cumplido su importante cometido.
El elfo se acercó de nuevo a Namera pero, esta vez, a la defensiva. Era ella la que llevaba la batuta, la que dirigía esa orquesta sangrienta de ruidos metálicos. Lazanias había aprendido a no subestimar a esa mujer: parecía disciplinada, quizás tanto como él, pero le faltaba algo. No sabía explicar bien el qué porque no la conocía, pero había cierta duda en cada uno de sus ataques, una vacilación que no sabía muy bien cómo explotar. De momento, trataba de alcanzar su piel en algún momento propicio, pero siempre se quedaba a un mísero milímetro de su objetivo.
Namera, por su parte, empezaba a disfrutar de esa pelea: sabía que era un sentimiento superficial, que no había honor en la esgrima por sí misma, sino en su finalidad. En, ultimadamente, la defensa de Hazao. Pero le encantaba desatar su ira con un combate frustrante, difícil, ante un rival que parecía haber nacido para matar. Se enzarzaba con él en una lucha cruenta, desalmada pero con unas normas sencillas y tácitas que ninguno estaba dispuesto a romper.
-Lored, si tu historia es cierta, vámonos-le pidió Drico, susurrando para que no le escucharan. Pero las grandes orejas de Lazanias estaban atentas-. Despierta a Gazmir si quieres, pero nos tenemos que largar. Y conozco poco a la moza, pero estoy seguro de que diría lo mismo.
Namera, enfrascada en el duelo, no había escuchado nada.
«Tiene razón»-pensó el brujo, maldiciendo el pragmatismo de su hijo-. «El muy malnacido, nunca mejor dicho, tiene razón».
La misión. No le gustaba ese moralista vocabulario, pero era cierto. Tenía algo que hacer, tenía un objetivo fijo, un objetivo irrenunciable que era, en definitiva, la salvación del mundo. Algo más importante que mil Nameras y mil Gazmires juntos, algo que hasta un cerebro tullido como el suyo podía comprender.
Y, sin embargo…
-Sin Namera no llegamos con la cabeza sobre los hombros. Cuantos más mejor, eso siempre. Drico, es que a veces pareces gilipollas…
Esa frase sí llegó al tímpano de la monja, y dibujó una sonrisa temeraria en su rostro. Era necesaria. No se lo había reconocido Hazao en persona, ni un sacerdote, ni una monja de rango superior. Había tenido que ser un pecador, un hereje y un hechicero el que se lo reconociera, pero lo había reconocido. Se pasó la lengua por los dientes, preparada para desgarrar la garganta de ese tipo. Dirigió la espada a su cuello, solo para que este se agachara. En un movimiento ascendente de brazo, intentó hacer lo propio y apuntar al cuello, pero ella interpuso de nuevo su hoja de acero. Esta vez, sin embargo, logró asir el cuchillo con más fuerza todavía, mantenerlo en su mano a pesar de la fuerza de esa mujer. Se mantuvo cerca de ella, a pesar de que cada vez actuaba con unos ademanes más encolerizados, peligrosos para ambos. Pero más peligroso era el cetro que sostenía Lored.
-¡Lazanias!-gritó el brujo, incapaz de soportar lo que sucedía frente a sus ojos saltones-. ¡Lazanias! ¡Te propongo una tregua! ¡No sabemos qué quieres, por qué estás aquí! ¡Pero debes saber que el destino del mundo está en juego! ¡Si matas a este hijo de un demonio, este planeta está perdido! ¡Deja que te lo expliquemos!
-¡Eso!-gritó Drico, abrazando esa inverosímil historia cuando le convenía-. ¡Lazanias, me lo debes por dejarme tirado! ¡No sé cuánto te habrán pagado por mi cabeza, pero esto es más importante!
«Dinero»-pensó, burlándose de esa codiciosa obsesión mientras apartaba la cabeza para evitar una estocada-. «Siempre pensando en lo mismo, Drico, porque nunca te has guiado por unos ideales superiores al vil metal. Te mereces lo que te va a pasar».
Quería creerlo. Sentía deseos de sentir la fe de un fanático religioso… pero una pregunta insistente, molesta para esa artificial concepción del mundo, no paraba de insistir, y no se detendría hasta encontrar una respuesta.
¿Por qué el prisionero parecía estar en el mismo bando que sus captores? Una cuestión intrincada, tan laberíntica como ese jardín. O como uno de sus árboles, que se dividía en ramas igual de importantes que la pregunta raíz. ¿Es que no tenía miedo a la ira de la reina duende? ¿Creía poder escapar después de que le entregaran? ¿Le habían engañado o estaban conchabados? Existía otra posibilidad, a priori razonable, pero que él reconocía como imposible: que le estuvieran engañando a él. Gruñó, enojado ante ese pensamiento rebelde que rompía de nuevo su trance. Tenía que acabar pronto, o la duda le consumiría.
Lored, mientras tanto, observaba a esas dos fuerzas extraordinarias conteniendo el impulso de morderse las uñas, pero solo porque sujetaba el cetro. Sus labios estaban cubiertos de marcas de dientes y sus ojos, abiertos hasta la caricatura, amenazando con salir disparados de sus cuencas.
Alzó el artefacto con ese bracito delgado, se maravilló ante el poder que contenía. Sintió la corriente subiendo por esa superficie dorada, poniendo de punta sus pálidos pelos. El rayo se elevó, en una ascensión rauda y poderosa. El trueno posterior sonó como si un hacha quebrara el mismo cielo.
Pretendió, con él, hacer una llamada de atención, dar un golpe sobre la proverbial mesa que, en realidad, era todo ese jardín. Pretendió, quizás sin saberlo él mismo, llamar la atención de Lazanias para poder pillarlo desprevenido. Pero la primera que giró la cabeza para mirar fue Namera.
La hoja del puñal, presta y dispuesta a aprovechar su ventaja, pasó de largo por su mejilla. Dejó una pequeña marca, una herida que la afilada daga hizo sangrar. A pesar de las gotitas rojas que cayeron al suelo y de la dolorosa hinchazón que había aparecido en su rostro, logró apartarse, como si toreara a su oponente.
Entonces, este agarró su cuchillo por la parte superior de la empuñadura, con solo dos dedos, lo justo para no cortarse con el filo. Golpeó su cráneo brutalmente con la empuñadura, en el mismo movimiento con el que había intentado atravesarle la frente. Tras un gruñido de fastidio, Namera se hizo a un lado, pero él ya atacaba de nuevo, intentando ensartarla como pudiera. La pelea se repetía a sí misma en ciclos cortos y violentos: primero, uno de ellos estaba arriba. Luego, abajo. Como en un siniestro balancín, buscaban superar a su adversario hasta que uno de los dos muriera.
La monja dudaba. No de sus convicciones ni de su utilidad: bastante se planteaba esas dudas a diario, como para sacarlas a relucir en mitad de esa peligrosa acción. No, su duda era sobre el desdichado que acabaría con un arma atravesándole el estómago, el corazón, el cuello, el omóplato. Y… sobre qué motivaba a ese hombre. Le habían hablado de él, le habían contado lo justo para que ella se imaginase a un bellaco que solo pensaba en el beneficio. Pero no parecía un bandido, ni mucho menos. Su mera presencia destilaba respeto, destilaba habilidad.
Si tenía que apostar por algún perdedor, tenía muy claro quién iba a ser.
-¡Lored!-chilló, tras fallar una estocada-. ¡Lored, dispárale de una vez! ¡Ni se te ocurra esperar!
-¿Ves?-intervino Drico, anticipando ya su salvación-. ¡Fríe a ese traidor de orejas puntiagudas!
Parecía lo más sensato, y siempre había hecho lo más sensato. Bueno, menos cuando decidió meterse en el mundo de la hechicería para descubrir los secretos del universo. O cuando había creado a un monstruo a base de despreciarle y matar a sus hermanos. O cuando había convertido a dicho monstruo en la última esperanza para el mundo. No, no había tomado demasiadas decisiones sensatas… y no era un buen momento para empezar.
-¡¿Me estás escuchando, viejo inútil!?
-No, Drico. Bueno, sí, sí te estoy escuchando… pero no lo voy a hacer.
-Nos has costado la vida.
-No, hij… no, Drico. Si la mata, cosa que dudo, no dudaré en freírlos a los dos.
Había pronunciado esas palabras con fuerza, utilizando la intensidad adecuada para que le oyera. Fijó su arma en la figura móvil de Lazanias, tratando de seguirlo con tanta precisión como sus avenentados sentidos le permitían. Por lo menos, que sintiera la amenaza constante de su brujería.
-Elfo de mierda, hace poco tuve que salvar a esta mujer de una infección demoníaca. No me gustaría que mis esfuerzos acabaran siendo desperdiciados… así que te juro que, como te la cargues, me dará igual que los bardeños se hayan cargado a más de la mitad de los tuyos. Seré un gustoso colaborador en vuestra extinción.
La vida de Lazanias no valía nada, o eso pensaba él, pero después de cortarle la cabeza a ese espantapájaros. Mientras tanto, su pellejo debía permanecer intacto, si quería cumplir la voluntad de la reina. Y, un pellejo por otro, la monja debía vivir. Se creía capaz de echarse al suelo antes de que disparara, pero no podía arriesgarse.
Además, le caía bien esa mujer.
-Está bien… me rindo. Vamos a hablar.
La monja no tenía intención de abandonar su arma hasta que él no lo hiciera, pero bajó su guardia. No durante mucho tiempo, solo durante el tiempo justo. El tiempo justo para que él actuara.
Golpeó su frente con la empuñadura de la daga, en un movimiento estudiado y ejecutado a la perfección. Ese repentino peligro acabó con sus dudas, con su rabia y su frustración, con su propia consciencia. Su cerebro, alarmado, hizo un esfuerzo inútil por rebelarse, por cambiar el propio espacio y el tiempo utilizando su pura fuerza de voluntad. En ese caótico instante, comprendió a los brujos.
Lazanias recogió su cuerpo inconsciente, rodeándole el cuello con su brazo izquierdo. Ni siquiera se molestó en apuntarla con el puñal: prefería tener manejabilidad con el brazo derecho, y únicamente quería protegerse de los rayos.
«Lo has hecho bien, muchacha»-le dijo, sin decírselo. Su negra pupila desafió a las de Lored. La piel del mago, arrugada por el miedo y la indignación, dibujaba un tapiz demencial que amenazaba con perder la cordura por completo.
-Lored, dame a Drico. Es lo único que quiero. No quiero monedas, no quiero negociar más, no busco ninguna recompensa. Quiero la cabeza de ese espantapájaros. No sé cuánto te pagarán los bardeños, pero estoy seguro de que mi patrona podría ofrecer más.
Una de sus blancas cejas se arqueó, burlándose de las suposiciones del elfo.
-No te enteras.
-Pues explícame.
-Déjalo, Lored, no se lo va a creer.
-¡Cállate!-gritaron ambos al mismo tiempo. Drico refunfuñó, mientras ese grito hacía que la tensión se elevara a niveles insoportables. Cada movimiento de una de las dos armas era, potencialmente, una sentencia de muerte. ¿Para quién? Ninguno de ellos quería ni pensarlo. Pero por lo menos habían hecho callar a ese fastidioso espantapájaros.
Finalmente, fue Lored el que habló:
-Está bien. Pero, como te ha dicho mi impetuosa creación, no se trata de una historia fácil de creer.
-Eso ya me lo imaginaba.
-Una persona de mente abierta, entonces. Bien, me gusta.
-Cuidado con lo que dices y lo que haces, brujo.
-Tranquilo. Al fin y al cabo, soy una persona sensata-mintió.
Ante la mirada de la majestuosa secuoya, haciendo involuntarias pausas por concentrarse en vigilar a su interlocutor, se dispuso a explicar la amenaza que dormitaba en el Acantilado del Profeta. Drico volvía a escuchar, a ver si le encontraba más sentido a sus desvaríos.
Y Gazmir, mientras tanto, yacía en el suelo.
La taza de té estaba decorada con motivos extraños que no comprendía, pero el aroma que impregnaba ese etéreo vapor le recordaba a esas bolsitas que solían vender en los bazares de Bardak. En realidad, el conjunto de esa cálida habitación le recordaba a los palacios, a las casas de los ricos, a los jardines lujosos vedados al pueblo llano. El aire parecía saber a picante, a arena, a sus años de infancia correteando por los barrios bajos de la ciudad con un pollo robado en la mano. Todo eso era familiar, al igual que la sensación de placer al tomar ese té. Al igual que el olor a hierba tranquilizadora.
Pero había una cosa que no era familiar, ni mucho menos tranquilizadora: el hombre que bebía frente a él. Su taza parecía haber sido esculpida en mármol por el artista más talentoso. Sus ropas, finas y elegantes, parecían una segunda piel, tan natural como la primera. Uno podía perderse en la calidad policromática de esa larga túnica, disfrutar de la evolución natural de esas formas geométricas estampadas, gozar con un lujo visual que nunca se había podido permitir.
Y, a pesar de ello, ese tipo tenía su rostro.
-Supongo que estoy soñando-aventuró-. No me acuerdo muy bien de lo que estuve haciendo, pero es la única explicación que se me ocurre. Aunque, con mi vida, vete a saber.
-Efectivamente, estás soñando-confirmó ese nuevo Gazmir, hablando  con un tono elegante y distinguido-. ¿Recuerdas las partes de la psique que Lored te explicó?
-Sí. El… el espejo dorado, el carcelero y la Bestia. Supongo que tú eres…
-El espejo dorado, sí, aunque quizás sea algo arrogante decirlo.
-¿Y qué haces aquí?-preguntó.
-Anda, toma el té, no te prives.
Bebió un sorbo. Estaba delicioso.
-Muy bueno, sí, pero estaría mejor si fuera real.
-Como ideal imposible a alcanzar, discrepo. Este es el té que siempre has deseado.
-Bueno, pues sí-accedió, poniendo los ojos en blanco: ¿de verdad quería ser ese tipo? Empezaba a dudarlo-. Pero no me has contestado.
-Es cierto, lo siento. Verás, es una mezcla extraña. Por un lado, tu mente inconsciente está creando esta visión. Ha sido en parte, por culpa de Lored… o gracias a él, a lo que te dijo. Y, aparte, tu propia psique se está convirtiendo en un expositor de varias teorías científicas y pseudocientíficas de otros mundos, similares a las que te ha contado Lored… cada vez sucede antes, ¿sabes? Cada vez los ciclos se adelantan más. Es bastante curioso. En otras encarnaciones de este planeta, esas teorías llegaron al mismo tiempo que los automóviles, al mismo que la imprenta y la Revolución Ilustrada… pero es como si Hazao tuviera prisa, como si tuviera un objetivo, un plan… y sus creaciones se destruyen a sí mismas antes de que se cumpla. No lo sé. Quizás nunca lo lleguemos a saber, ¿sabes, carcelero? Desde luego, es curioso. El caso es que… nuestro mundo se mueve en ciclos, en círculos de espacio-tiempo que apenas podemos percibir. Solo nuestro estado de inconsciencia…
-No entiendo una mierda de lo que estás diciendo.
-No te preocupes, seguramente se te olvide todo en cuanto despiertes. Solo… solo quería conversar, Gazmir. A mí… a ti… coño, me gusta la normalidad. Me gusta la rutina, aunque hayamos tenido una juventud aventurera. Puede que el eterno ciclo nos quite la libertad, puede que sean unas cadenas… pero es seguro. Estoy preocupado, Gazmir. Tengo información que solo un ente potencial como yo puede recabar, información que tú querrías… y te digo que jamás han estado tan cerca de romper el Plan.
Tomó otro sorbo antes de hablar. Deseó que fuera cerveza, y lo fue. Escupió, asqueado por la cantidad de alcohol a punto de desfilar por su garganta. El gapo desapareció antes de ensuciar ese suelo impoluto. Gazmir apretó los dientes.
-La verdad, creo que no te sigo.
Le quitó importancia con un conciliador gesto de mano. En ese momento, sintió envidia de su sosiego.
-Probablemente no lo entiendas jamás. Solo quiero decirte que, para mí, es vital que detengáis a esa bruja.
Soltó una risita burlona, mientras daba vueltas a ese té con el dedo índice.
-Lo voy a hacer de todos modos, pero respóndeme. ¿Por qué debería preocuparme lo que es bueno para ti?
-¿Me lo dices en serio?-preguntó, con cierto aire paternalista.
-Completamente.
-Gazmir, soy lo que tú siempre has debido ser. Soy lo que serías sin ese desafortunado incidente de tu pasado, sin la bebida… sin Drico. Sé lo que te conviene.
El bardeño no pudo articular una respuesta coherente sin sufrir la agonía de reconocer sus errores. Se limitó a escuchar la dura realidad, o lo que él creía que era la realidad, o lo que algún ente cruel había querido que creyera que era la realidad. De solo pensarlo le dolía su dura cabezota. Mejor dejaba pensar al otro.
El Gazmir ideal abarcó esa enorme sala, espaciosa y magnificente, con sus musculosos brazos.
-Hay miles de salas como esta, millones. De ti depende salvarlas a todas, querido Gazmir. Eres impulsivo, no has leído tanto como Drico y, desde luego como Lored… los remordimientos te atacan a diario…
-Dime algo que no sepa-se quejó, con cierta amargura. Por lo menos, sonreía-. O dime algo que sepa, porque lo que sé es bastante deprimente.
A la risa musical y educada del otro Gazmir le siguieron ecos placenteros en sus oídos. No podía permanecer enfadado con él durante mucho tiempo, aunque lo acabara de conocer.
-Verás, Gazmir, lo que intentaba decir es que tienes muchos defectos. Eres imperfecto, eso está claro, pero… qué quieres que te diga. Eres real. A saber lo que costará eso, solo de pensarlo me dan escalofríos. Y, sin embargo, te has impuesto a la realidad con tus santos cojones. Eres mejor de lo que yo jamás seré. Tenlo en cuenta cuando dudes o estés aterrado. Eres la persona idónea para salvar el mundo.
-Como cualquier persona real, supongo.
Negó con la cabeza, sin perder una amable y relajada sonrisa.
-Tú conoces más que nadie a la Bestia, amigo mío. Tú te has revolcado en la arena ensangrentada con ella, tú te has alimentado de consignas fanáticas durante toda tu infancia, aunque no las hayas creído. Pero, finalmente, has logrado domarla.
-Me estás diciendo entonces que… todo el sufrimiento de mi vida, todos mis errores… ¿eran para esto?
-No, no, para nada-se apresuró a responder-. Tus errores son tuyos y solo tuyos. Y tuya es la capacidad de enmendarlos… aunque ya te digo que te va a costar.
-Ya me está costando.
-Y eso te honra, pero ten cuidado. Ten cuidado con la Bestia, que aguarda para complicarte las cosas, pero utilízala si tienes que hacerlo. Con que la manejes tú a ella, supongo que será suficiente.
Mientras Gazmir analizaba esas palabras, algunos agujeros comenzaron a abrirse en el techo. La luz llegaba hasta ellos, bañaba esa surrealista escena con un halo fantasmagórico, sobrenatural.
-Bueno, supongo que es hora de que te vayas. Intenta recordar lo que te he dicho, aunque sea a nivel subconsciente.
-De acuerdo. Intentaré recordar lo que he entendido, por lo menos.
-Eso espero. Y, Gazmir… no te vendría mal tener cuidado con Drico.
No tuvo tiempo a corroborar esas palabras antes de desaparecer. Sintió la tierra, los rayos solares, la sombra de los árboles. Sintió el mundo físico.
Mientras tanto, el Gazmir ideal seguía bebiendo ese té que nunca se terminaba y que nunca le obligaba a orinar. Una fructífera conversación, sin duda, a pesar de que ese insensato no recordaría la mayor parte de ella. Al igual que sucedía cada vez que entraba en el mundo de los sueños.
Su mente, nublada todavía, percibió lo que sucedía. Quedaban vestigios de un sueño extraño que olvidaba gradualmente, que ya había desaparecido de su mente racional. De momento, lo más importante era Lazanias. Porque su atento ojo ya había comprobado que estaba despierto.
Intentó agarrar el cetro, casi por instinto, pero no lo veía en ningún sitio. Echó un rápido vistazo a su alrededor, llenándose la mirada de ese verde paisaje que ya no le reportaba ningún placer. Detuvo su nervioso cuello al recordar ese brillo dorado. En esa ocasión, lo sostenía Lored, apuntaba al elfo. Le indicó con un desesperado gesto que se lo diera, que solo él podía utilizarlo de manera adecuada, pero sabía que no era cierto: cualquiera podía manejarlo, aunque él tuviera más experiencia. Solo quería disfrutar de un poco de seguridad frente a la habilidad inhumana de Lazanias.
Él parecía alterado por algo, dubitativo. Sus manos sostenían el puñal con una vacilación menor a la del común de los mortales, pero enorme en comparación con su modo de actuar habitual. Sus orejas, tensas, mostraban su nerviosismo.
-Por eso tenemos que llegar hasta el Acantilado del Profeta-explicó el brujo, con calma-. Si no… el mundo cambiará, y te aseguro que no para bien. Las cárceles se abrirán, no solo para los acusados injustamente, sino para los más peligrosos criminales. Es una metáfora algo desafortunada, pero…
-Desafortunada es cada mentira que sale de tus labios. No entiendo cómo has podido pensar que me lo iba a creer.
-Sabes que no soy estúpido, Lazanias, y yo sé por experiencia que no eres tonto. Si quisiera mentir, habría escogido una falsedad más verosímil.
-O quizás eso es lo que quieres que piense-respondió, con una fingida firmeza. Había algo en esa loca historia… una pizca de demente verosimilitud a la que llegaba por… ¿por instinto? No lo sabía. Temió alguna influencia mental de ese hechicero, pero parecía poco probable. De ser así, le habría obligado a suicidarse.
-Este es tan desconfiado como tú, Drico-le dijo al espantapájaros, con una sonrisa nerviosa-. El muy imbécil tampoco se lo creía, Lazanias, decía que quería utilizar sus órganos para qué sé yo. Por eso lo tenemos encadenado, solo por eso. Si no, podría haberse venido con nosotros libremente. Así que, por favor, vamos a calmarnos y a tomarnos las cosas con cabeza.
-Lo siento, Lored, pero…-fue una de las pausas más largas de su existencia, porque estaba seguro de que determinaría el resto de su vida. Su brazo temblaba al sujetar a Namera-… pero no me lo creo. Entregadme a Drico de una vez. Y tú, Gazmir, ten cuidado. Que te estoy viendo.
El bardeño se incorporó, con cierta dificultad, tras ese fuerte golpe que el elfo le había propinado. No confiaba por completo en sus posibilidades, pero se sentía más realizado, con un ánimo renovado incluso después de esa breve paliza. Se acercó un par de pasos a un Lazanias que reconocía como mejor, que había evolucionado favorablemente con los años. Al contrario que Drico, convertido en una pobre parodia, él era el hombre que había sido, y más. Por eso le jodía enormemente verle en el bando equivocado
-Lazanias, escúchame como no me has escuchado antes. ¡Lo que haces está mal!
-Se ha acabado el momento de charlar, Gazmir-contestó, cabizbajo. Recordó las sabias palabras de Lisinia: matar primero y preguntar después. Unas palabras que ahora veía manchadas de sangre de virgen y ungüentos diabólicos, unas palabras que ahora se habían convertido en la burla privada de una miserable bruja. Y todo por las mentiras de ese intrigante enano. Esta vez fue él quien avanzó, hasta quedarse a apenas un palmo de distancia respecto al bardeño. Sus respiraciones, aceleradas, profundas, parecían la misma. Ambas resonaban con la determinación de quien había abandonado el reino ingrato en el que les había tocado vivir.
-Si de verdad crees que ha terminado el momento de hablar, te advierto una cosa: somos más, tenemos un arma mágica perteneciente al rey Gravito, como bien sabes. No voy a vacilar a la hora de matarte.
-Entonces, ha sido un error no hacerlo cuando he tenido la ocasión.
Soltó el cuerpo de Namera, consciente de que Gazmir se acababa de convertir en su nuevo escudo humano. Sería simple: clavarle el cuchillo en la nuez, lanzar su corpulenta figura contra el enano, matarlo a él también. Y, entonces, usar el cetro para acabar con la vida del espantapájaros. Para que no hubiera posibilidad de recuperación.
Pero, para ello, primero tenía que acuchillar a Gazmir.
Preparó la estocada, la intentó descargar sobre su sudorosa y colorada garganta. Sintió una fuerza sobrehumana, que fluía por las venas del bardeño, que detenía la trayectoria de su daga. Ese mercenario agarraba su brazo, apretaba el músculo hasta exprimirlo. Lazanias reprimió un gruñido. Con el brazo que tenía libre, trató de agarrar el cuchillo. El bardeño le pateó la entrepierna, golpeó su nariz con la frente como su adversario lo había hecho antes. Después, agarró su otro brazo. Perdía fuerza gradualmente, sus extremidades le dolían de hacer tanto esfuerzo. Sus pies dibujaron una marca en el suelo, al intentar resistir los avances de Lazanias. Este intentaba derribarle, trataba de someterle. Su ojo estaba inyectado en sangre, la cuenca temblaba.
El elfo sabía que, aunque era infinitamente más hábil que ese tipo a la hora de combatir, no era rival para él en materia de fuerza. A pesar de ello, se mantenía firme. A pesar de que sus dudas y marcadas venas parecieran a punto de explotar. A pesar de que una de ellas marcaba su rosada frente hasta casi alcanzar a su ojo muerto. A pesar del calor, del dolor, de la sonrisa insolente de Gazmir. Tenía que aguantar.
Lored contempló a esos dos combatientes, sin saber qué hacer con el cetro. Gazmir… conversaciones sencillas pero significativas, intercambios silenciosos de opiniones. Cómo se habían apoyado en los momentos de adversidad, cómo… joder, cómo le había ayudado cuando su propio hijo se había vuelto contra él.
«Bah»-se dijo a sí mismo-. «Es simplemente un aliado valioso».
Pero, si fuera así, ya habría disparado.
Lazanias golpeaba a Gazmir con mayor rapidez que nunca, en puntos especialmente sensibles, intentando aprovechar su dolor para debilitarlo. Le dio en el ombligo con la rodilla, una vez, dos, tres, haciéndole soltar un escupitajo que le alcanzó el ojo. Las lágrimas de dolor empañaban el rostro de ese pobre infeliz, que defendía a ese amigo que no era un amigo.
-Lored…-susurró Drico, insistente como una mala fiebre-. Si no te los cargas ahora, me voy.
-Te crees tú que te voy a dejar…
-Sí, porque estarás vigilando al elfo. Así que, si crees que te conviene dejarme marchar por su vida… allá tú.
-Drico…
-¿Sí?
-Me avergüenzo de haberte dado vida.
-Gracias por los halagos. En un minuto me voy.
Aunque Gazmir no les escuchó, Lazanias percibió parte de esa conversación. Sabía que le quedaba poco tiempo para imponerse a su forzudo adversario. Sabía que la fuerza por sí sola no bastaría, pero que recurrir a la maña desgastaría su mermada atención. Ergo, la estrategia o el engaño debía ser tan veloz como un dardo saliendo de su cerbatana.
Gazmir pegó un escalofriante alarido mientras le daba una patada en el estómago. Estuvo a punto de soltar un escupitajo sanguinolento, pero se contuvo. Como si esa soberana hostia hubiera propiciado la llegada de una revelación, supo cómo iba a acabar con él.
Empezó a deslizar su cuchillo por los dedos de la mano, lentamente, sin que su distraído rival lo percibiera. Si le daba la vuelta… sí, podía intentar que cayera sobre la aorta. Estaba convencido de que sus dedos serían capaces de darle impulso.
Y, entonces, uno de los pocos granujas que le había caído bien moriría por esa pequeña herida. Él se lo había buscado.
Lored trataba de decidirse, no, ni siquiera eso. Trataba de acaparar la fuerza necesaria para disparar. ¡La fuerza necesaria! Valiente inútil, pensó mientras animaba a Gazmir con esos hinchados globos oculares. Hace poco tiempo, habría disparado ya a esos dos brutos sin demasiada vacilación. Pero se volvía a sentir como aquel joven idealista y estúpido que había jugado con las artes prohibidas. Y, como en aquella época, su debilidad acabaría pasándole factura.
Miró de reojo a su creación. Apretó esa arma de oro, apuntó a la cabeza de ese elfo. No… mejor al cuchillo que sostenía en los dedos.
«Perdóname, Gazmir. Sé que estás de acuerdo».
-Drico, yo me vo…
Su frase murió por el susto primero, por el terror después. Lored giró el cuello, como había hecho su criatura. En cuanto lo vio, agarró al espantapájaros del cuello, lo empujó. Cayó al suelo, a la sucia tierra, se arrastró huyendo de ese espectro del pasado. Lored estiró sus brazos, lo cubrió con su pequeña figura. Cerró los ojos, preparándose para el dolor que penetraría su cuerpo como la espada de ese tipo.
No fue al cuello, no era tan clemente. Fue a por el omóplato de su espalda jorobada. En un movimiento tan rápido que daba escalofríos, el filo de la espada se clavó en su hombro, su dueño la retorció haciendo gala de su vengativo sadismo. Pateó al enano, que cayó al suelo sin apenas mostrar resistencia. Desde la posición de la mierda, trataba de levantarse. Pero su atacante avanzaba, triunfal, sin que esa pulga despreciable pudiera hacer nada.
Su sonrisa estaba manchada de la sangre de animales, sus dientes estaban a medio camino de convertirse en colmillos. Tanto Gazmir como Lazanias se detuvieron, en una incómoda pero necesaria tregua, al contemplar ese pelo piojoso y desastrado que cubría su animalesca cabeza. Una de esas manos peludas y desproporcionadas de ese individuo agarraba algo que se le había caído a su víctima, mientras la otra seguía sosteniendo la espada con firmeza. Su aliento era nauseabundo, sus ojos eran un adecuado compendio de lo peor de ambos mundos: la ira irracional de una bestia y el rencor premeditado de un ser humano.
Sonrió con arrogancia y brutalidad, les señaló con ese dorado cetro. Se regodeó en ese gusano de paja arrastrándose por el suelo, en la expresión de terror en esos tres ojos que le miraban desde su misma altura.
-Se ha acabado vuestra fiesta-se burló Raztafar, a medio convertir en una bestia infame-. Es la hora del funeral…

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