Cuentos de Thertinia 27: Cacería

Se paseó de nuevo por delante de la puerta, esperando a que llegara la carta. Sus guardias, algo molestos, pusieron los ojos en blanco.
-¿Todavía nada?
-Todavía nada, señor.
-De acuerdo. Avisadme con celeridad en cuanto esté.
Dio media vuelta, dejando ondear su aparatosa capa. Celeridad. Estaba convencido de que el menos avispado miraba al otro preguntándole qué coño era eso. Le encantaba, de vez en cuando, marcar las diferencias entre él y sus súbditos de ese modo tan sencillo.
Subió por ese caracol pétreo que eran las escaleras, dispuesto a reanudar su lectura diaria del Tratado en condena de los Demonios Ecuménicos. Por lo visto se trataba de una pequeña reliquia local de incalculable valor, pero para él era poco más que un tostón constituido por vocablos que podían serle útiles en la diplomacia o a la hora de tratar a sus criados. Al principio, había cometido el error de subrayar un par de palabras. Ahora, con una pluma de ganso, las reproducía en un humilde pergamino en uno de sus escasos momentos del día que podía considerarse de trabajo. El resto del tiempo lo dedicaba, como es natural, al esparcimiento.
A pesar de ello, solía dedicarse casi religiosamente a la lectura, en sus limitadas horas de trabajo. Era, al fin y al cabo, el único momento del día en el que se sentía útil. La realización personal no era una de sus prioridades, pero era un lujo más que deseable ahora que tenía la vida resuelta.
Sin embargo, durante ese extraño día, le costaba concentrarse. Esos palabros raros y esquivos parecían bailar a lo largo y ancho de esa superficie amarillenta y rugosa. Fruncía el ceño, molesto por la rebeldía de su propio cerebro. Aunque, debía admitir, no era para menos: esa invitación marcaría la confirmación de su imparable ascenso en la escala social.
Se entretuvo en silbar, en echarse una pequeña siesta en su lujosa silla. Sus ojos se cerraban lentamente, pero con una relajada seguridad en que acabaría dormido como un blando y desgastado tronco. Acomodado, ocioso, aburrido…
«Bah, no digas tonterías»-pensó, con cierto tono de reproche-. «Esta vida es un sueño hecho realidad».
Se convenció de esa obviedad mientras el sueño se apropiaba de su mente. Sí, y pronto recibiría la carta. Una invitación para la coronación de la reina Lisinia de Radell. Sonrió, henchido de un violento y  arrogante orgullo. La guerra había sido provechosa.
Por un momento, tras su caída, creyó haber muerto. Como Matarón, sin haber cumplido su propósito, sin haber vengado la muerte de su desdichado amante. Se había arrastrado, creyendo que estaba ya en ese infierno del que siempre se había burlado. Pero pronto se deshizo de los escombros, logró incorporarse. Cubierto de polvo, había mirado a su alrededor.
Y había hecho lo que siempre había hecho: caminar. Perseguir. Sobrevivir. El cambio, esa vez, permaneció. Se iba disolviendo gradualmente en su precaria humanidad, pero seguía conservando los instintos de una bestia. Había devorado los restos abandonados por los animales y había matado a algunos con sus propios dientes, se había colado en otro barco y había huido a nado justo después de que le descubrieran. Había soportado tormentas, intoxicación por un pescado envenenado, había soportado el sol abrasador del verano. Y esa bilis que amenazaba con devorarle. Hasta ese momento.
Ahora, miraba a Gazmir y a ese elfo con ese par de ojos neuróticos, sin preocuparse por la razón que les había llevado a combatir, sin preguntarse siquiera qué hacía Lazanias allí. Una vez dicha su lapidaria frase, disparó.
Lazanias, por instinto o por convencimiento, arrastró a Gazmir mientras se tiraba al suelo. El relámpago casi les pasó rozando, casi acabó con el largo viaje que ambos se habían comprometido a realizar para cumplir sus objetivos.
«Lored ha caído, ya solo tengo que…»-pensó, pero su mente se detuvo. Lored era un manipulador, un vicioso, un hechicero que había destrozado la vida de muchos… pero se había sacrificado por Drico. No tenía sentido que fuera a venderlo al mejor postor. Lo único que tenía sentido…
Se maldijo a sí mismo, y a su sana incredulidad. Maldijo al folladunas que le había obligado a romper su flauta. Si contara con ella, podría acabar con Raztafar en un segundo. Sin…
Rodaron por el suelo, anticipando un segundo disparo. Sintieron esos ardientes pedacitos de tierra golpeándoles, el aire convirtiéndose en una hoguera. Costaba respirar, el calambre amenazaba con paralizar unas extremidades que tenían que moverse con la mayor rapidez posible. Drico se arrastraba como podía, pegando un chillido cada vez que ese cetro se volvía contra él. Su rostro era un auténtico cuadro deforme que trataba un tema presente durante toda su vida: el terror. Un terror revuelto entre un atroz caldo de cultivo, aderezado con todos los sentimientos negativos que existían. Entre ellos, la ira.
Ira, como la que destilaba Raztafar durante cada segundo de su existencia en el mundo. La rabia roja y negra que le volvía descuidado, que había guiado sus pasos desde… quizás desde el nacimiento. Había intentado matar a esos dos mercenarios porque suponían una amenaza, pero ahora comprendía que no era así: cuando Drico estuviera muerto, ya no tendría ninguna razón para vivir. Su cadáver andante, capaz de respirar pero no de sentir, intentaría matar a sus cómplices. Sin embargo, no sucedería nada si fracasaba. Ese matojo de paja cubierto de mierda ya estaría ardiendo en llamas.
Apretó el cetro con fuerza, apuntó a la cabeza de Drico. El sudor cayó por su frente hasta mojar sus colmillos. Su sonrisa era la materia de la que están hechas las pesadillas.
Entonces, el suelo tembló con una fuerza que para nada se asemejaba a la del rayo, pero cuyo poder estaba manejado por una mano experta. Una mano trémula y moribunda que, sin embargo, seguía conservando los conocimientos acumulados a lo largo de décadas. Los polvos explosivos, fruto de la brujería y la alquimia, quemaron sus pies en una llamarada que el propio Lored amplificó con una simple palabra. Ya no le importaba perder fuerzas con los hechizos. Para lo que le quedaba…
-Puto enano-se quejó Raztafar, mientras los otros tres huían. Su timbre se había convertido en la voz de un animal perverso e inteligente-. Debería haberte frito…
«Sí, deberías, grandísimo imbécil. Sobre todo porque fui yo el que te transformó en ese monstruo». Una sonrisa ensangrentada recorrió su rostro mientras comenzaba a recitar el encantamiento:
-Klaatur…
Miles de agujas invisibles se clavaron en el cerebro de ese animal. De nuevo, su mitad más salvaje se despertaba. El hombre vengativo, el hombre que sabía sostener un cetro con las manos, empezaba a quedar enterrado por esas sensaciones vívidas y fuertes, por los mundos llenos de dolor y placer que el hechizo le abría. Recordaba que sus fauces le pedían carne y sangre, eso lo recordaba… ¿pero de quién? ¿Qué pasaba? ¿Por qué… su mente se estaba nublando?
-¡Corred!-gritó el brujo, desangrándose lentamente y oliendo ya la inhumana testosterona que desprendía la criatura-. ¡Salid de aquí echando leches de una vez! ¡Llevaos a Namera, y huid! Y tú, Lazanias…-añadió, dejando patente su encendido rencor-… ya has visto lo que estoy dispuesto a hacer. Sabes que soy un tipo despreciable, así que…
«Así que sabes que, si me sacrifico por los demás, hay una buena razón». Se trataba de su última frase, o de una de las últimas. Había querido que fuera demoledora, que le hiciera reflexionar a ese elfo estirado sobre los problemas que les había supuesto. Incluso, estaba seguro, era parcialmente responsable de la muerte del hechicero más erudito sobre la faz de la Tierra. Había querido que esas palabras maltrataran su conciencia, que le dieran una paliza a diario a su superioridad moral. Para que se lo pensara dos veces antes de volver a enfrentarse a ellos.
Pero unas largas pezuñas, pertenecientes a los pies descalzos y magullados de Raztafar, le atravesó la nuca hasta el fondo, desgarrándole la garganta. Trató de alertar a esos imbéciles para que corrieran de una vez, pero de su boca solo salió un vómito rojo que quemó sus tripas al salir. El aullido de esa trágica bestia, como el de un cachorrillo abandonado, fueron las únicas palabras que necesitaba en su funeral. Miró a Drico. No seas como yo, le decía con unos ojos que habían perdido esa vitalidad saltarina. Demuéstrame que no has salido a mí.
Después de comunicarle ese mensaje, sin que lo recibiera, ese fuerte pie aplastó su cabeza. Su último gesto fue un chasquido de dedos, un movimiento pequeño e insignificante que, en un principio, les pareció un mero tic.
Estaban equivocados. Después de que su huesudo pulgar se deslizara por sus dedos índice y corazón, rozándolos hasta provocar ese nimio sonido, un ruido mucho más notable marcó su defunción. El ruido de una explosión, de la llamarada que salió de sus pequeñas bolsitas y que se abalanzó sobre ese engendro que no comprendía lo que pasaba.
Estelas de fuego, seguidas de unas vestigiales ascuas, salían disparadas del cadáver. La secuoya, cubierta por las llamas, dejaba caer alguna rama al suelo, extendiendo la ígnea infección por ese jardín. El césped, los cerezos, las palmeras, los pinos… caían ante el avance de esas lenguas naranjas, el horizonte estaba cubierto por una amplia columna de humo. Esa maravilla del mundo, testamento de un tirano, se rendía ante el testamento de otro: la devastación, la muerte. Incluso dirigido con buenas intenciones, acababa desatando las más destructivas consecuencias. Alrededor del perplejo Drico, ese paraíso se derrumbaba. Pero esa era la menor de sus preocupaciones.
Mientras Gazmir levantaba a Namera y Lazanias le ayudaba a incorporarse, todavía le costaba procesar lo que había sucedido. Sintió deseos de adentrarse en el fuego, de vengar a la venganza que no había tenido ocasión de cumplir. No sabía si Raztafar estaba vivo, si había perecido en el incendio, si su mitad superior había sobrevivido a pesar de su carencia de intestinos y podía rematarla. El elfo le tuvo que sujetar para que no se lanzara a lo desconocido. Hasta a él le costó contener esa rabia de paja que recorría su cuerpo, que se manifestaba en esa faz que parecía poseída por algún violento demonio. Lored… muerto. No. Era un sueño, o un truco. El artero brujo lo había planeado todo para convencerle de que se preocupaba por él, de que su increíble historia era cierta.
¿Y si era cierta?
Esa posibilidad hacía más daño que la imagen de sus hermanos muertos cubriendo el suelo de trapos. Hacía más daño que las continuas explosiones a las que había sido sometido en ese período de madurez forzada que había sido su infancia. El mero hecho de que esa posibilidad fuera concebible le hacía temblar con una nociva culpabilidad, le hacía rebelarse contra un elfo que sabía que era mucho más fuerte y hábil que él.
-¡Hijo de puta!-gritó, en un alarido que se convertía en rugido. Tosió un par de veces, por el insoportable humo que salía de esa descomunal hoguera-. ¡Sal de ahí, lobito de mierda! ¡Sal para que nos meemos en tus restos cuando te mueras! ¡Malnacido!
Gazmir trataba de despertar a la monja, pero su atención estaba fija en su amigo. A veces se le olvidaba lo siniestro que podía ser un sencillo espantapájaros, sobre todo cuando bebía cerveza con él o se iban de putas. Ahora, sin embargo, su colérico rostro estaba iluminado por esa absorbente luz naranja. No era el rostro de un juerguista inofensivo, sino de un asesino sin escrúpulos. Un asesino que quería volver a matar.
-¡Drico!-gritó el bardeño, a pesar de que no le contestaba. Contuvo un sollozo. Era imposible que Lored estuviera… no. Ya tendría tiempo de pensar en ello luego-. ¡¿Qué vas a hacer si sale!? ¡¿Matarle!?
-¡Sí!-respondió, desafiante.
-¡Piensa, joder, piensa de una puta vez! ¡Ese animal te matará si está vivo y, si está muerto, no tiene sentido volver a por él! ¡Vámonos de aquí ya! ¡Ya!
-Pero… pero Lored…
-Es lo que habría querido, Drico. Por eso se ha sacrificado, Drico. Si la jodemos… no solo le fallamos a él, sino al resto del mundo. Te enteras, ¿no? Esto no va de tus problemas con papá, ni de tus ansias de venganza. ¡¿Te enteras!?
Lo había dicho con lágrimas en los ojos, con la faz enrojecida por el calor y… y por cosas que no quería reconocer. Sus manos apretaron tanto la piel de Namera que tuvo que relajarlas por si le hacía daño.
-Por favor, dime que lo has entendido.
Asintió. Por una vez, su rendición era total. Ni rastro de rebelión ni de frustración. Solo la más absoluta resignación.
-Sí, Gazmir. Lo… lo siento mucho.
-Bien-replicó él, mortalmente serio-. Te voy a quitar las cadenas, y te vas a venir con nosotros. Sin rechistar.
Volvió a asentir. El bardeño le liberó de sus metálicas ataduras, con un cuidado milimétrico con su imprevisible amigo, mientras Lazanias sujetaba a la monja. El elfo agachó la cabeza, avergonzado. Lisinia… ¿Lisinia? ¿Esa inocente niña había jugado con él como si fuera un infante al que le faltara un hervor? Apretó el puño, tratando de consolarse. Ni siquiera en esa antesala a la autoflagelación hallaba consuelo.
-Venga, vámonos de una vez-sugirió Gazmir. Incluyó al elfo en esa apesadumbrada y lúgubre frase. No le hacía ninguna gracia, pero necesitaban toda la ayuda posible-. Cuanto antes lleguemos, mejor.
Nadie se atrevió a rebatir esa afirmación. Se dispusieron a avanzar, a abandonar ese paisaje majestuoso y exuberante que pronto se convertiría en un erial más. La imagen de los árboles consumidos por las llamas, el olor a quemado, el calor penetrando la piel, el sabor amargo que el humo dejaba en sus bocas… todos ellos, signos de un inminente apocalipsis, un cambio global encarnado en ese desgraciado incendio.
Pero faltaba algo, y enseguida lo oyeron. El rugido de un animal herido pero todavía vivo, un sonido atronador que se podía escuchar desde detrás de la profunda nube de humo.
Podían ver sus músculos hinchados, de un rojo que aterrorizaba, incrementados de una forma inhumana. No quedaba un solo centímetro de piel en ese cuerpo que ya había superado los dos metros. Ni se podían imaginar cuánto costaba caminar con la musculatura en contacto directo con las piedrecitas del suelo, con las cenizas que contaminaban el aire que tomaba por esas hinchadas y caninas fosas nasales. Y, a pesar de ello, caminaba. Por ahora con lentitud, pero acababa de verlos. Sus ojos, dañados, con unas diminutas venas que iban desde el iris hasta los límites de la córnea, carecían de todo raciocinio. Solo quedaba lo que le había llevado hasta allí: la sed de venganza… o, quizás, de simple y llana violencia.
Los colmillos estaban medio rotos, algunos habían caído de una boca que se había ensanchado en una amplia y profunda cicatriz que recorría su descarnada cara como una perversa ironía del destino: su otra marca, desaparecida junto a su pellejo, ahora les habría parecido el gracioso lunar de una condesa. En la parte superior de su cabeza se podía ver el hueso, cubierto de sangre. Sus uñas recorrían ese cetro de oro que seguía sosteniendo en su mano, sin dañarlo. Ese artefacto seguía intacto, manteniendo esa brillantez impoluta.
Pero no necesitaba el cetro para matarlos.
Salió disparado, apoyado en unas patas que sufrían con cada movimiento, pero excitado ante la posibilidad de devorarlos a todos. Ellos ya habían comenzado a correr, y solo por esa ventaja lograron sobrevivir. Drico era el más adelantado de todos, ya que aprovechaba esa velocidad sobrehumana que adquiría en esas ocasiones. A pesar de ello, el rencor le retrasaba. Se sentía enfermo dándole a ese ser el gustazo de perseguirle. Lazanias se había quedado algo atrás, no por incapacidad, sino porque quería estudiar a ese salvaje. Lo reconocía… el amigo de Marturius, y sospechaba que algo más. Aunque trataba de escudriñarlo en busca de alguna debilidad física, lo más llamativo era ese interior destrozado poco a poco, a un fuego lento que finalmente había escapado de su débil control. Hacía tanto que no lo veía… ni se podía imaginar qué había sucedido para que acabara así. No sabía qué hacer con él.
Mientras tanto, Gazmir iba a la zaga, sosteniendo a Namera en brazos. Él no tenía espacio en su mente para dilemas morales, ni para el odio ni la compasión. Él solo podía pensar en el cuerpo que sostenía, en sus cálidos y cansados pies, en el potencial tropiezo que acabaría con su vida y la de su protegida. De vez en cuando, aunque se juraba a sí mismo que no volvería a hacerlo, miraba hacia atrás.
Raztafar avanzaba a grandes zancadas, levantando tierra, lanzando rayos a todas direcciones sin apenas advertirlo. Parecía una masa pesada de electricidad y carne. Los relámpagos que salían disparados del cetro avivaban el pavoroso incendio, convertían ese fuego localizado en una presencia constante. Mientras sus presas huían por ese pasillo de sauces, él los convertía en palillos calcinados. Su obsesión, que guiaba esos saltos que ni siquiera podían calificarse como pasos, hacía arder ese jardín que muchos habían considerado imperecedero.
De vez en cuando, su cerebro recibía fogonazos, ráfagas de imágenes de alguien al que quería reconocer. Un hombre recio, con porte marcial, guiado siempre por una exigente disciplina. Un rostro duro, que suscitaba distintas sensaciones en su organismo animal. Afecto, excitación… y melancolía. Nostalgia por unos tiempos que percibía pero no recordaba.
Lazanias se planteó detenerse, pensó en acabar con ese monstruo o morir en el intento. Morir… era curioso cómo conocía las consecuencias de ese inquietante verbo y, a su vez, lo ignotas que resultaban. No le importaba el miedo que destrozaba sus nervios. Pero, si realizaba un sacrificio, tendría que significar algo. Tendría que ser útil, si no…
El gruñido de esa criatura le disuadió de esos planes. Si no le quitaba el cetro, sería imposible. Pero no tenía ni idea de cómo hacerlo…
-¡Gazmir! ¡¿Necesitas ayuda!?-le preguntó, en un intento desesperado por sentirse útil. El bardeño negó con la cabeza: solo le haría retrasarse. El elfo asintió, cabizbajo, continuando su desesperada marcha. No parecía tener fin. Ese demonio con forma humana continuaba la persecución sin dar muestras de cansancio, destrozando el césped a su alrededor. En cuanto fijó la mirada en su ojo, su cuello se movió con una brutal brusquedad. Al igual que el resto de su cuerpo, al igual que su mano.
El cetro, inadvertidamente, disparó un rayo contra ese arce que tenía a su derecha.
El árbol se derrumbó sin un desprendimiento gradual de las raíces, en una caída rápida y ruidosa que hizo temblar el suelo. Raztafar no pudo ni alzar la cabeza antes de que esa pesada mole de madera aterrizara sobre él. La tierra le salpicó hasta a ellos, el impacto salpicó sus oídos y sus ojos con la fuerza de una reliquia perdida. Se interpuso entre su perseguidor y ellos, les protegió. Ahora tenían que huir, o…
…la verdad, era probable que no llegaran muy lejos sin el cetro. Era probable que tuvieran que volver a por él, a escarbar entre los escombros para hallar a un animal todavía vivo y todavía dispuesto a morder.
Unos segundos después, los tres hombres se miraron sin poder disimular la confusión y la duda. Delante de ellos, un paisaje que todos reconocían: las tres culturas en las que se habían criado habían tomado ese imaginario y lo habían regurgitado con sus propios objetivos. Siempre para describir parajes infernales, siempre para inculcar el miedo atroz a un futuro indescriptible. Era comprensible que les intimidara hasta paralizarlos.
-Iré yo-dijo Lazanias, finalmente. «Os lo debo»-. Vigiladme las espaldas por si venía con alguien. Pero no creo que haya…
En ese momento, ella abrió los ojos. Vio cómo ese elfo agarraba su daga con determinación. Ya había comprobado que era peligroso, ya sabía que algún extraño precepto moral le empujaba a actuar contra ellos. Y, aprovechando que Gazmir sujetaba su cuerpo, iba a acabar con él.
«Tonto»-le dijo, sin despegar los labios-. «Tendrías que haberme dejado allí».
Maldijo la candidez de su aliado, comprobó que llevaba la espada en el cinto. Fingió que permanecía dormida. Pronto llegaría el momento de actuar.
Una carta cuya lengua sabe a culo. Así llamaba a las atentas y sufridas misivas que solía enviar para pedir favores a los distintos señores de los pueblos colindantes. Era humillante hasta la náusea, pero no se trataba de una relación de subordinación. Se halagaban mutuamente, se mandaban regalos inútiles y más asequibles de lo que parecían para que el otro estuviera en deuda, se invitaban a fiestas y se pagaban los vicios los unos a los otros, procurando siempre salir beneficiados en el proceso… era un juego difícil de ganar, porque siempre había alguien más caradura dispuesto a comerse diez polvorones cuando uno comía nueve. Y, sin embargo, era uno de sus pasatiempos favoritos.
Excepto en esas ocasiones, claro. Cuando quería algo de verdad, tocaba cuidar su caligrafía como si escribiera a la reina, recordarle al destinatario de su correspondencia todos los favores que le había hecho, pero disimulándolo con un vocabulario falso y adulador que a todos les encantaba. A él el primero, y más le gustaría si alguien supiera hacerlo tan bien como él. Cuidaba sus palabras obsesivamente, estudiando las posibles connotaciones ofensivas de cada coma que ponía sobre el pergamino. Todo ello, claro, sería inútil sin el trabajo inicial de documentación: visitarlos personalmente era solo el comienzo. Después de hacerlo, consultaba a los aldeanos, a los otros nobles, analizaba cada cotilleo. Y se vanagloriaba de haber conseguido, hasta la fecha, un retrato bastante fiel de todos y cada uno de ellos.
Por lo tanto, sus cartas debían adaptarse a la idiosincrasia particular de cada uno, apuntada minuciosamente en su cuaderno para futuras consultas. Ese en concreto era fácil de seducir: las cenas lo encandilaban y, tras la coronación, había decidido importar un exquisito queso proveniente de las regiones más frías del Norte. Tenía fama de tierno, pero con un sabor relativamente fuerte para su textura. La verdad, no podía negar que deseaba probarlo… pero, sobre todo, deseaba que su ilustre compañero de profesión disfrutara del manjar, como pago por el favor que se veía obligado a pedirle.
«Sí, estoy seguro de que la reina apreciará esa capa roja»-pensó, sonriente, mientras supervisaba la carta que tanto le había costado escribir. Selló el pergamino con su estampa particular, lo enrolló, se lo entregó al disciplinado mozo que tenía por mensajero. Los mozos también le encantaban a ese noblecillo.
Después, fue él quien se dio un banquete particular. Se lo merecía, tras esa ardua jornada de trabajo.
El humo se retiró, gradualmente, de sus ojos dañados. A través de esas cálidas lágrimas que emborronaban su mirada, pudo ver cómo la mujer respiraba de una forma más acelerada, cómo esa mano discreta tanteaba en busca de su arma. Aunque sus impulsos le instaban a que los devorara a todos allí mismo, la caída había frenado su frenética carrera. Había despertado algo, no unos recuerdos ya perdidos, sino la cautela innata que servía de punto de encuentro entre bestias y hombres. Flexionó sus fuertes extremidades, estudió a esa presa que podía convertirse en una aliada. Contuvo hasta esos gruñidos por los que solía expulsar su incontenible rabia. Confiaba en sacarla pronto.
Vio cómo el elfo avanzaba hacia él, sin correr pero sin perder un segundo. Su carne, rosada y tersa, parecía un manjar difícilmente alcanzable pero delicioso. Sin embargo, debía esperar. Esos dos globos apetitosos que adornaban la cara de la hembra se acababan de abrir. Ahora, saltaba hacia Lazanias, escurriéndose de los brazos del bardeño. Unas piernas fuertes y rápidas. Se le hacía la boca agua.
La espada refulgió, reflejando un fuego que también estaba dentro de ella. Con la imprudencia del recién despertado, aterrizó a un par de centímetros de él. Se giró, en el momento justo para ver la hoja anaranjada de la espada intentando cortarle la pierna izquierda a la altura de la rodilla. Sus reflejos, entrenados durante décadas, dudaron: tirarse al suelo o saltar. No por evitar el golpe, eso lo daba por descontado. Lo que le preocupaba era lo que ella hiciera después.
Finalmente, saltó, le dio la vuelta al puñal antes de que la gravedad le hiciera caer. Golpeó su frente, haciéndole dar un par de pasos hacia atrás. Sus labios sufrieron un temblor involuntario que se extendió por todo su cuerpo como una infección. Confió en que cayera en la cuenta de que no había intentado matarla. Y en que…
Escuchó un gruñido repentino. No supo hacia dónde dirigir su ojo, hacia su desprotegida retaguardia o hacia esa peligrosa mujer que se preparaba para convertir su cuello en una fuente de sangre. Lo único que sabía era que el puñal era su única garantía de supervivencia.
-¡Namera, no!-gritó Gazmir, fuera de sí-. ¡Ahora está con nosotros!
Esa abrupta frase detuvo su mano. Pero, justo cuando estaba frenando su espada, lo vio. Un cuerpo híbrido entre humano y animal, un ser gigantesco y medio tullido que se lanzaba contra ellos.
Se hizo a un lado, al igual que el elfo. Un rayo, disparado por su grueso brazo, se dirigía hacia la dirección en la que estaba. Por un momento, se vio fulminada por ese inclemente relámpago, experimentó un calambre helado que paralizó todo su cuerpo. El tacto metálico de la espada amenazaba con condenarla al olvido a base de electricidad. La soltó, en el gesto más rápido que sus reflejos habían tenido que ordenar. Separó sus dedos con una rapidez sobrehumana, vio cómo el arma caía, saltó hacia… ¡hacia donde fuera, joder, no había tiempo para pensar!
Cayó al suelo. Pudo sentir cómo el rayo se abalanzaba sobre ese indefenso metal. Y la hierba alrededor ardía.
Sin un respiro, miró hacia arriba. El engendro seguía caminando, moviendo esas pezuñas que dejaban huellas de unos cinco centímetros con cada paso. Su cabeza estaba en medio, tenía…
Se apartó rodando, mientras Lazanias descargaba rápidos cuchillazos sobre sus dedos. De vez en cuando lograba arrancarle algún gruñido a esa masa de músculos, pero no logró herirlo de gravedad. Solo había una posibilidad: ese cetro que, incluso mientras trataba de atacar con sus garras, sostenía sin ninguna intención de soltarlo. Era como si algo le recordara a ese animal lo importante que era ese objeto. Como si su instinto de supervivencia le hablara a gritos para compensar las voces de la ira y la venganza.
Agarró la espada del suelo, dirigió una estocada contra la mano que sostenía el arma. Vio cómo su abrasada lengua se paseaba por sus dientes, cómo se preparaba para devorar a Lazanias. Dio la estocada con rapidez, profiriendo un agudo chillido. Las venas de su cuerpo parecían un laberinto orgánico dotado de una tensa y palpitante vitalidad.
Cuatro de sus rojos dedos cayeron al suelo. La sangre salpicó el césped, su hábito, su cara. Cerró la boca, pero no la boca. Sabía que no era el final. Y, a pesar de que el meñique de ese monstruo seguía agarrando el cetro, se sentía orgullosa de las manchas de color carmesí que cubrían su cuerpo.
Raztafar ni se esforzó en girar la cabeza. Golpeó a la monja con el brazo, haciéndola volar por los aires. Se imaginó sus ademanes de dolor, sus moratones, quizás hasta vómito saliendo de su boca… y delante de él tenía al elfo de carne rosada y jugosa.
Lo agarró del cuello, saboreando su antropófaga victoria. Daba algún cuchillazo de vez en cuando, desesperadamente, pero no conseguía hacerle nada. Las marcas de su pelado pecho, de las que apenas salía sangre, eran como distintivos de guerra, y esa misma palabra (cuyo significado ya ignoraba) hacía que una sádica erección apareciera entre sus piernas. Sus afiladas uñas acariciaron esa piel, hasta que la deliciosa sangre brotó de su nuca. De forma superficial, claro: cuando se lo comiera, tendría que ser de un bocado. Abrió la boca, soltando sobre Lazanias ese fétido aliento que le recordaba a todas las matanzas en las que había estado presente. Sus fauces se abrían, haciéndole pensar en esa vida mercenaria. Cuántos habían muerto como ese pobre tipo, convertidos en bestias… se preparó para lo peor.
Entonces, se escuchó un sonido suave, que casi podía haber pasado inadvertido. Un ligero «tap» contra la hierba, seguido de una contundente repetición más fuerte, con un matiz metálico que le hizo mirar al césped. Un dedo, separado de los cuatro, flotaba entre la abundante sangre que había salido de ese cuerpo mutado. Junto a él, una superficie amarilla y reluciente, para la que ni siquiera el tono rojizo de la hemoglobina suponía mácula alguna.
Y, delante de ellos, Gazmir con la espada de Namera en la mano. Ella se incorporaba, tosiendo sangre. Y el bardeño estaba preparado para una segunda estocada.
La bestia le soltó sobre él, los tiró al suelo a ambos. Fue un golpe rápido, fuerte. La cabeza de Lazanias aterrizó sobre los abdominales del bardeño, este se llevó la mano instintivamente y le golpeó en su sangrante cuello. Los dos emitieron un quejido pesimista, dolorido. Esa abominación revestida de una ruda y moribunda humanidad iba a por ellos. Ya no se detenía en el regodeo ni en esos juegos crueles. Se disponía a matarlos a los tres, y era perfectamente capaz de hacerlo. Gazmir trató de alcanzar esa espada que se había resbalado de entre sus manos, la buscó con unos dedos que solo encontraban tierra. Como en su Bardak natal, esa infame sustancia marrón era lo único que hallaba. Ni armas, ni aliados, ni esperanza. Su tumba sería ese jardín a medio clausurar, cubierto de esa sucia tierra.
Raztafar pegó un alarido, y creyó que ese era su final. Sin embargo, había algo que no tuvo en cuenta durante los primeros segundos de confusión. Ese grito no pertenecía a un depredador victorioso, sino a una bestia que acababa de caer en una trampa. Era un sonido lastimero, no exento de la furia que les había llevado a todos hasta allí, pero teñido del derrotismo más abyecto y, a su vez, más realista.
Un segundo rayo cayó sobre él, tirándolo al suelo. Se apoyó en las uñas que le quedaban, abriendo hendiduras de un tamaño considerable. Pero no tan considerable como las heridas que recorrían su cuerpo, y que esos músculos quemados dejaban entrever.
Drico, utilizando ese milagroso cetro que acababa de recoger del suelo, le castigó con otro relámpago, esta vez en la cabeza. Una sonrisa macabra surgió en su rostro de paja al oler la carne chamuscada que provenía de ese moribundo espantajo. No se atrevió a darle una patada, pero no iba a perderse el gustazo de maltratar verbalmente a su futura víctima. Desde una distancia segura, por supuesto.
-Eres un imbécil, Raztafar. No sé si me entiendes porque eres tan subnormal que has decidido convertirte en un simio, pero te lo voy a decir igual. Porque ya hay que ser estúpido para renunciar al intelecto… bueno, supongo que nunca lo utilizaste demasiado, al fin y al cabo. Si tus neuronas no hubieran estado tan dañadas…-se detuvo: no sabía quiénes eran esas tales «neuronas». Bah, daba igual. Continuó, aunque sin que esa expresión de fastidio desapareciera-… si el alcohol y las fiestas no se hubieran comido tu raquítico cerebro, te habrías dado cuenta de que no tenía motivos para matar al gilipollas de tu novio.
Pegó un respingo en cuanto ese engendro decadente se convulsionó y chilló de rabia: no sabía lo cerca que había estado de la realidad, pero sí que había tocado un tema sensible. Si no hubiera matado a Lored en el relativo uso de sus facultades, hasta le daría pena. Hasta el momento solo le había provocado una molesta arcada.
-Te la jugaron, Raztafar, al igual que se la jugaron a todo el reino. A mí también, no te voy a mentir, y a estos dos. Pero míranos: nos importa una mierda-mintió-. Hemos sobrevivido a lo que el mundo nos ha echado, en vez de… en vez de empecinarnos en matar a alguien que ni siquiera es culpable. Eras un tipo duro, valiente y sin demasiada inteligencia: te esperaba una excelente carrera militar. Pero has jodido tu futuro, y… ¿sabes qué? Sigo vivo. Todo ha sido completamente inútil.
El primer rayo hizo que su cerebro sobresaliera por donde antes solo se veía el hueso del cráneo. Alzó las garras en una última elegía al gran Marturius, ese hombre que…
El segundo rayo, a una distancia mucho menor, convirtió su cabeza en una calavera recubierta de carne derretida. El espantapájaros se alejó, asqueado por el aroma repulsivo que emanaba del cadáver. Su sonrisa fue desapareciendo, gradualmente, hasta que una mueca gris de fastidio tomó su lugar.
Sin romper el silencio que tanto les había costado lograr, le tendió el cetro a Gazmir. Este lo aceptó, sorprendido por el gesto. Reticente pero maduro. Impropio del Drico que siempre había conocido y, desde luego, del nuevo Drico. Quizás un tercero pugnaba por ocupar su lugar. El tiempo lo diría.
Aunque quizás era ingenuo confiar ciegamente en él, porque el tiempo pasaba demasiado lento, con una parsimonia desesperante. Quizás por eso se llevaron una imagen tan completa del devastador incendio que ellos mismos habían propiciado: hojas de cientos de variadas formas ardiendo y siendo arrastradas por un irrespetuoso viento. Viejas estructuras de madera, majestuosas por su simplicidad, inclinándose hasta que el fuego las reducía a la altura de sus raíces calcinadas. Pequeñas vidas a punto de florecer, segadas por una resplandeciente guadaña. Una enciclopedia condenada que se extendía a lo largo de varias hectáreas, muchas de ellas intactas por el momento, pero que nunca volvería a ser la misma. Sus hojas, compuestas del más primigenio papel que se pueda concebir, ardían ante las inevitables circunstancias. Había sido demasiado bonito como para ser cierto.
Y, consumido por las llamas, se encontraba el cuerpo de un brujo repulsivo y nanupulador, de uno de los individuos más ambiguos que conocían. Uno que les había acompañado a través de la nieve, de las tormentas, de mil peligros a los que se había enfrentado con una risotada irónica saliéndole de la boca. Ahora su lengua era un trozo negruzco de tocino, sus bolsitas eran restos de cuero y polvos desperdigados por el césped. Esos ojos saltones que tantas veces habían protagonizado las pesadillas de su vástago habían dejado las cuencas de su calavera vacías, eso si todavía quedaba un cráneo y no fragmentos sueltos de hueso. Él había sido el arquitecto del viaje, el guía que se había burlado de cada uno de sus defectos pero que había dirigido sus pasos con mano firme y protectora. Una sensación creciente de orfandad flotaba en el ambiente. Drico no podía dejar de pensar en ese sacrificio final, mientras la impotencia se apoderaba de él. Por un segundo, una idea demencial cruzó su cabeza: adentrarse en ese jardín, rescatar el cadáver, enterrarlo. Agradecerle ese último gesto desinteresado.
Retiró la mirada del fuego. Procuró recordar los cuerpos reciclados de sus hermanos, sus expresiones de horror. Su delgado cuerpo temblaba, pero no sabía por qué. Por frío no, desde luego.
Lazanias era el que más desconectado estaba de ese sufrimiento, pero había algo que le diferenciaba de los otros: sabía que era culpa suya. Y, aun así, seguía sin creerse del todo esa historia. ¿Cómo podía ser verdad un relato tan demencial?
«Lazanias, tus dudas ya han costado mucho sufrimiento»-pensó, regañándose a sí mismo-. «Hace mucho que sabes que el mundo es un lugar cruel, sujeto a oscuros intereses. Este es solo uno más de ellos… contra el que has de actuar».
Sí, y no había tiempo que perder. Dedicó unos segundos más de duelo al incomprendido Raztafar, víctima de una época convulsa sin ningún tipo de certezas. En Marturius, ese hombre valiente y bueno que nadie había tenido tiempo de llorar excepto ese animal, que lo había hecho durante años.
Una pena. Tomó aliento para hablar, consciente de que sus palabras estarían sometidas al exhaustivo escrutinio de tres personas a las que les había quitado mucho. Con o sin razón, era evidente que desconfiarían de él. Y no podía culparlos.
-El Acantilado del Profeta. Va a ser difícil llegar con toda la vigilancia que habrá…
Namera fue la primera en fulminar a ese extraño con la mirada. El elfo intentó no hacerle caso, pero esos dos ojos inquisitivos y acusadores le recordaban que no era uno de ellos. Que, hasta ese momento, había militado muy orgullosamente en el bando contrario. En el bando del infierno.
-Sí-corroboró Gazmir, secándose las lágrimas con un fuerte movimiento de brazo. Parecía el más comprensivo de los tres, pero eso no era decir mucho-. Y más todavía sin Lored. El muy cabrón era útil.
Sí, útil. Una forma algo fea de decirlo, quizás una reducción inadecuada de lo que había sido ese individuo. Pero era la única forma de decirlo sin tener que secarse otra vez.
-Ya. Por lo menos no tenéis que llevarme encadenado, supongo que… que será más fácil. Lo… lo siento.
Parecía destrozado por dentro, más consciente que nunca de los graves defectos que seguían existiendo dentro de él. Gazmir sintió la tentación de ponerle la mano encima del hombro para darle algo de consuelo, pero la prudencia le pudo. Se limitó a quitarle importancia con un gesto que el hombre de paja agradeció.
-Sí, no te lo voy a negar, pero no nos va a bastar con eso. Estoy convencido de que esa bruja se habrá encargado de establecer una vigilancia que solo nos va a hacer la vida más difícil… me cago en la puta…
Era una declaración de impotencia, justo después de contemplar la enorme pendiente que tenían que subir. Las complicaciones se agolparon en su cabeza, grandes como gigantes empeñados en distraerle de su propósito. No encontraba soluciones para los abrumadores problemas, reales o potenciales, en los que acababa de caer. Sintió la tentación de golpearse la cabeza, de arrancar el césped del suelo para desahogarse. Solo el hallazgo más incómodo de todos le hizo entrar en razón y fingir un sosiego que no sentía: sin Lored, él era lo más parecido que tenían a un líder. Namera era muy inestable, Lazanias no sabía cómo tratar a ninguno de los otros dos, y Drico… en fin, era Drico. Él era el más indicado y, por lo tanto, debía mantener la compostura.
«Quién me mandaría a mí».
-…en fin, habrá que intentarlo. El fin del mundo ya lo tenemos, así que… no perdemos nada.
Lo peor, para todas y cada una de esas personas que acompañaban al autoproclamado líder, era que esa frase parecía ingenuamente optimista.
Lazanias, en concreto, seguía sin creerse lo que había sucedido, como si estuviera viviendo alguna atroz pesadilla. Apenas empezaba a barruntar las implicaciones que esos nuevos descubrimientos tenían sobre el mundo que había creído conocer, sobre su historia, sobre sus propias acciones. Pero no era el momento de ponerse a filosofar: sus problemas requerían de soluciones más prácticas.
Mientras dejaban atrás ese medio erial, comenzó a darle vueltas a esa macabra coronación. La ceremonia perfecta para una bruja de esas características… un desafío en toda regla al propio pueblo que gobernaba. Rodeada de nobles, cada uno con sus guardaespaldas y con la procesión detrás. Habría por lo menos… quinientas personas solo entre los señores de las provincias y sus acompañantes. Eso, siendo optimista, y sin contar los soldados de la reina. Tragó saliva al imaginar su negro futuro.
Pero, entonces, tuvo la mejor idea de toda su vida. Mucho mejor, sin duda, que la de ponerse al servicio de ese espantapájaros.
-Creo que sé cómo podemos infiltrarnos en la ceremonia.
-¿Y eso?-preguntó Gazmir, con el rostro iluminado por un brillo fugaz de esperanza-. ¿Conoces a alguien?
-Me temo que sí-respondió, permitiéndose el lujo de esbozar una sonrisa pícara-. Aunque me temo que no os va a gustar…
A pesar de ello, escucharon atentamente lo que decía ese intruso. Quizás, para no pensar en todo lo que habían perdido.
-Bien, veréis…
Después de pasar el día entero siendo aleccionado por el aya, su hijo se llevaba la cuchara a la boca con avidez. Quién iba a decir que esa sería la solución para su aversión a la comida sana. Ah, estaba hecho un genio…
Acarició el pelo del infante, con una satisfecha sonrisa. Este sacó la lengua, lo que le hizo reír con una jovialidad que ni las más serviciales putas ni los opulentos banquetes a los que estaba acostumbrado podían igualar. Su hijo era un regalo que no se merecía pero que había aceptado gustoso, una bendición que hacía su vida mucho más agradable.
Y, además, el mensajero del que le habían avisado entraba por la puerta. Recibió la carta, tras un par de serviles halagos, y la leyó rápidamente pero deteniéndose en cada palabra. Bien podría haberla roto: decía justo lo que se esperaba. Estaba invitado a la coronación de la reina Lisinia, por los servicios prestados a la Corona y a la Casa de Radell.
-¿A… acudirá?-preguntó el mensajero, nervioso. El destinatario de ese envidiable mensaje sonrió antes de responder, haciendo gala de sus blancos dientes.
-Por supuesto. ¿Quién rechazaría una oferta como esta?
Mientras despachaba al emisario de la reina, la sonrisa de su rostro se ensanchaba: pronto, marcharía hacia el Sur, a acudir al evento de la verdadera élite.
Le guiñó un ojo a su pequeño, que respondió con una risita.
«Mi vida es la hostia»-pensó Tiriko-. «Y, cuando lleve esa capa roja, mejorará notablemente. ¿Qué puede salir mal?»

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