Cuentos de Thertinia 23: Los conversos, a la cola

Ese juglar había intentado decirle cosas que ya sabía, pero sus monedas extra habían conseguido abrir un compartimento distinto dentro de su boca, el que realmente le daba de comer. Había conseguido soltar esa lengua fuerte y dispuesta que soltaba todo lo que esos atentos ojos y oídos percibían.
-Sí, ese espantapájaros estuvo aquí hace un par de días-le reveló, entre susurros-. Parecía venir del Este y, por lo que me dices, debe de haber tomado un atajo. Seguramente esa ruta tan peligrosa… no me acuerdo ahora mismo, pero el caso es que parecía tener prisa.
«Quizás quiere dar un golpe, o quizás… incluso matar a alguien, a alguien importante».
Lazanias frunció el ceño, preocupado: no sabía de lo que ese tipo era capaz. De solo imaginarse el rencor acumulado durante años, empezaba a plantearse posibilidades cada vez más aterradoras. Lo peor de todo es que un pequeño pero insistente fragmento de sí mismo no paraba de repetir que, en parte, era culpa suya.
La solución, sin embargo, era bien sencilla: no le daría tiempo a llevar a cabo su plan, sin importar cuál fuera. Le mataría sin siquiera preguntar. Cada vez estaba más seguro de ello.
-¿Iba acompañado?-preguntó. Deseó con todas sus fuerzas que no hubiera arrastrado consigo a Gazmir. No se merecía enfrentarse a un enemigo contra el que no tenía nada que hacer.
El juglar recibió su petición con una pícara sonrisa que le hizo temerse lo peor.
-Bueno, creo que eso amerita un par de estrellas más.
A regañadientes, se las tendió.
-Habla rápido.
-Ese hombre de paja… me acuerdo porque no es algo que se vea todos los días, pero no fue él el que me habló. Iba encadenado, y lo acompañaba un grupo de lo más pintoresco.
-¿Pintoresco en qué sentido? ¿Quiénes eran?
-El más normal era un tipo algo desmejorado, que fue el que me pagó. Los demás… ¿quiere que se los cante? La verdad es que estaba ensayando una canción satírica y están todos los grupos con los que me quería meter: mujeres, enanos, folladunas… falta un maricón, pero es un sueño hecho realidad.
-No hace falta que me la cantes-aclaró, con una incómoda sonrisa-. Estoy convencido de que será todo un éxito.
-¡Gracias!-exclamó-. Por cierto, la mujer era una monja. Y estoy pensando incluirla en la canción, pero no sé cómo…
-¿Quizás una monja bollera?-preguntó, intentando caerle en gracia para sacarle algo más. El rostro de ese individuo se iluminó como si hubiera recibido una revelación divina.
-Pues no es mala idea, desde luego que no…-comentó, visiblemente emocionado. Muchas gracias, amigo mío.
-De nada, hombre. Solo tengo una pregunta más.
-Por supuesto.
-Ese enano… para el que estoy convencido de que tendrás innumerables sinónimos… ¿llevaba una especie de bolsitas?
-Pues, ahora que lo dice… sí, sí que las llevaba. No sé que contendrían, pero…
-Muchas gracias-le interrumpió, pálido y mortalmente serio-. Y mucha suerte.
El juglar, confuso, asintió con la cabeza. Mientras tanto, Lazanias se alejaba, maldiciendo a Lored. Estaba convencido de que tenía la culpa de cualquier maldad que ese grupo estuviera planeando, y se imaginaba atrocidades de lo más repulsivas, era exclusivamente suya. No había conocido mucho a ese tumor con patas, pero sabía que era increíblemente manipulador, que cada uno de sus pensamientos era blasfemia en cada una de las religiones. Sabía que era un traidor a la Casa de Radell, que siempre sucedía algo malo cuando estaba presente.
Escupió al suelo, de solo pensar en su miserable nombre. Pero lo peor de todo era que Gazmir estaba con él.
Había dado con la versión definitiva de su canción a lo largo del día, pero algo le decía que sus cuerdas vocales no serían capaces de cantarla entera: había estado gritando durante toda la noche, hasta que su garganta se había secado y le habían tenido que echar un chorro de agua. Aun así, sus perspectivas de recuperar la voz no eran muy prometedoras. Eso, si salía con vida…
-Yo creo que habría que acabar ya-insistió Miuta, mientras miraba insistentemente la puerta de esa habitación que habían comprado-. Nos ha dicho todo lo que necesitábamos desde el principio.
Iutrux, por supuesto, se negó y volvió a escupir al pobre juglar. Al contrario que él, no era un converso temiendo por su pellejo: creía firmemente en la ley de Iblis, aunque la incumpliera de manera ocasional con sus cada vez más frecuentes borracheras. Pero en algo sí que coincidía al completo: en el odio, absoluto e innegociable, al infiel. Incluso a él le miraba con un gesto de superioridad.
-Eres un blando-le recriminó, frunciendo el ceño-. Pero tienes razón, estamos perdiendo el tiempo y no parece que nos vaya a decir nada. Aun así… bah, vamos a insistirle una última vez. Venga, Griub, insístele.
Esa última palabra la había pronunciado con una sonrisa siniestra que se alimentaba del suplicio ajeno. Él, por su parte, hizo un esfuerzo sobrehumano para mirar a ese juglar a la cara. Sabía que le denunciarían al Gestor del Gremio de Espías si tenían la más mínima sospecha sobre su lealtad e incluso sobre su fe.
Y, aún con esa amenaza de muerte sobre su sucio pellejo de converso, le costaba observar esa cruenta obra de arte que estaba llevando a cabo Griub «el Quebrantamuelas».
No disfrutaba de ello, o al menos no lo parecía, pero era casi peor. Arrancaba trocitos de piel, metía las uñas por dentro del músculo y movía su dedo en círculos, le susurraba cosas que solo ellos dos tenían permitido oír. Todo ello lo hacía sin una sola mueca de asco, sin la más insignificante muestra de disfrute. Solo con una expresión fría y profesional que ni siquiera merecía ser llamada expresión. No sabía de dónde habían sacado los bardeños a ese tipo, pero tampoco le interesaba.
-¡Por favor!-gritaba el juglar, con ese hilillo de voz que todavía le quedaba-. ¡Por favor, os lo he dicho todo! ¡¿Creéis-tomó un aliento más que necesario antes de continuar-… creéis que soy imbécil!? ¡Si supiera algo, os lo habría dicho ya!
Iutrux se encogió de hombros. Ese gesto, cargado de un irreflexivo deleite, era tan aterrador como la peor de las torturas.
-Pues invéntate una mentira que me convenza.
-Vale, es…-su voz temblaba, las palabras se le atascaban antes de llegar a la nuez-. El elfo ese… tenía un pendiente además de un parche en una de sus orejotas. Ahora que lo pienso, parecía un pirata…
-¿Qué pensáis, chicos?-les preguntó el único bardeño de pura cepa, sonriendo con su arrogancia habitual. Sus dos compañeros habían sobrevivido hasta el momento por hallar siempre la respuesta adecuada-. ¿Os creéis lo que ha dicho? ¿Pensáis que este mindundi ha visto muchos piratas a lo largo de su vida?
-Vamos a comprobarlo-respondió el torturador, de forma desapasionada. Extrajo un martillo de su viejo y desgastado cinturón-. Quiero que me digas la verdad, y te dolerá si no me la dices.
Le golpeó el dedo índice de la mano derecha, provocando que un desgarrador chillido saliera disparado de su cuerpo. Su despreocupación por dejarle secuelas incurables dejaba claro que ese último golpe era una mera formalidad. Ya tenían todo lo que necesitaban.
-¿Decías la verdad?-preguntó, en un tono increíblemente monótono para esa situación-. ¿Tenía un pendiente?
-¡No!-respondió apresuradamente, en un tono agudo y lloriqueante-. ¡Claro que no, joder, solo… hice lo que me dijo! ¡Mentir!
Iutrux soltó una malévola carcajada, y se acercó a ese pobre diablo. Le dio un par de palmaditas en la mejilla, sin abandonar esa insufrible sonrisa.
-¿Ves a esos dos?-preguntó a ese manojo de nervios que no dejaba de sollozar-. Pues reniegan a diario de todas las blasfemias que les enseñan de pequeños, y se arrodillan más que nadie a la hora de rezar. No solo eso, sino que Griub va a matar a uno de los suyos porque se lo digo yo, un asqueroso folladunas al que habría despreciado hace un mes. Si supieras mentir tan bien como ellos, igual te habrías salvado. Anda, mátalo.
Sin vacilar un segundo, obedeció. Martillazo a martillazo, ignorando los alaridos que hasta a ese fanático le estaban poniendo los pelos de punta. Miuta vio, con el rabillo del ojo, cómo su superior apartaba la mirada. A pesar de ello, no dejó de contemplar ese asesinato ni por un segundo. Era el nuevo, y tenía que probarle al mundo que era devoto como el que más. Aunque luego tuviera pesadillas con los pedacitos de cerebro que caían al suelo.
Ya podía prepararse ese emisario de la Casa de Radell. Había mucho que demostrar.
Poriún respondía a las preguntas con cierta reticencia: al fin y al cabo, eran tiempos complicados, y no estaba seguro de lo que quería ese desconocido, aunque trajera un sello genuino de la Casa de Radell, no muy distinto del suyo. Pero ese elfo taciturno no parecía dedicarse a la recaudación de impuestos.
-Sí, iba con… con una monja, eso fue lo que más me llamó la atención. Y con un enano y un bardeño, sí…
Recordó el miedo que le había dado el bardeño.
-…que, a decir verdad, me asustó bastante. Estuve a punto de marcharme de aquí… pero el deber obliga.
-Tengo entendido que han subido las tasas-comentó, tratando de ganarse su confianza. Además, no era una mala conversación: no parecía un granuja como ese juglar-. Los noblecillos de provincias no tienen que estar nada contentos.
-No, desde luego. El de esta aldea me ha prometido que tendrá el dinero para mañana… pero dicen las malas lenguas, y suele ser buena idea escucharlas, que los préstamos que pide se los suele gastar en putas y hechizos de virilidad.
-No tiene los instrumentos para caer en sus vicios y se dedica a pagar para ser más susceptible a ellos… jamás lo entenderé-comentó, mientras tomaba un trago de agua-. Supongo que forma parte de la naturaleza humana… perdón, no te ofendas, estoy englobando a todos los seres inteligentes, excepto quizá a los golems. No he tenido mucho contacto con ellos.
-Sí, a veces son un poco reservados. Creo que es porque no pueden dar abrazos o dar la mano, ¿sabes? Porque, si lo hicieran, se cargarían a sus colegas. Y ya no hablemos de follar… que, por puritano que te pongas, es tan necesario como comer.
-Discrepo-respondió animadamente, sonriendo a pesar de sus ojeras y de la crispación de ir siempre un paso por detrás-. Quizás para una bestia… pero, en fin, tampoco quisiera causar polémica.
-Nunca es mala la polémica. ¡Ni la cerveza!-exclamó, golpeándose la panza. Llamó a la dueña con esa mano gruesa que se hizo notar entre el ruidoso gentío-. ¡Otra ronda por aquí, y otra para…
-No, gracias. Me quedo con el agua.
-Ese agua va a ser peor para tu cuerpo que la cerveza.
El elfo se tocó la sien.
-Pero no para mi mente. Y te garantizo que es tan importante para mi trabajo como el cuerpo.
Mientras la anciana dueña ponía una jarra sobre su mesa, su interlocutor se acarició la barbilla.
-Si te soy sincero, tenía mis dudas a la hora de hablar de ese espantapájaros… pero me has convencido. Si te soy sincero-continuó, con la colorada sinceridad del borracho-, mi existencia como recaudador es un sueño hecho realidad: es relativamente segura, se paga bien da algunas sorpresas pero no requiere mucho esfuerzo… y, sin embargo, no es demasiado emocionante. Por eso, no puedo evitar emocionarme como un infante al oír hablar de ese misterioso trabajo. ¿Es mucho pedir una simple pista?
-Bueno, si correspondes con alguna novedad sobre el espantapájaros, te lo agradecería.
-Claro. Creo que se dirigían hacia el Sur, por lo que le oí decir a ese enano. No… no sé por qué, supongo que tú lo sabrás. Pero me sorprende que vayan en estos malos tiempos que nos han tocado vivir. Igual el bardeño tenía contactos allí… no sé, es pura especulación.
Lazanias asintió: había escuchado la historia de Gazmir, así que le extrañaba que volviera a un lugar ocupado por los invasores. Quizás quería volver a ganarse su favor… sí, eran unos tipos prácticos ante todo. Podía imaginárselo agachando la cabeza y mordiéndose la lengua.
Sin embargo, había una pregunta que no dejaba de atormentarle: ¿qué les ofrecería Gazmir a la inteligencia bardeña? Tenía sentido que fuera Drico, ya que estaba encadenado… y eso tendría consecuencias que no se querría ni imaginar. Si Al Martak le ofrecía esa cabeza de paja a la reina duende, la guerra se acabaría en un solo día, y nada de lo que había hecho serviría para nada. Apretó el puño con una desmedida impotencia. Ojalá no tuviera la necesidad fisiológica de dormir, ojalá su sola voluntad le permitiera continuar por la noche. Perra realidad…
-¿Estás bien? Te noto distraído… y eso que no bebes y dices que no te interesan las mujeres.
El elfo sonrió por compromiso. Sus labios temblaban.
-Nada, es solo… el trabajo que tengo. Es bastante estresante, supone… una responsabilidad enorme. Creo que estoy preparado para ella, físicamente, por lo menos… pero no sé si mi cabeza está en el lugar adecuado. Últimamente tengo mis dudas, y ya he fracasado antes. No…
Le detuvo con una mano.
-Mira, no vale la pena complicarse-sentenció, repentinamente serio-. Cada vez que tengo dudas de ese tipo, me pregunto qué pasaría si dejara de hacer mi trabajo, si muriera o me pusiera a hacer el vago o… qué sé yo, a aceptar sobornos. Puede que no pasara nada, pero los noblecillos empezarían a sentirse cada vez más seguros con su evasión de impuestos. Se quedarían todo el diezmo de sus súbditos, sin dar nada al reino. No podríamos alimentar a los soldados ni a los mensajeros, quedaríamos aislados y perderíamos dinero cada día. Sin unos recaudadores de impuestos eficaces e implacables, las arcas públicas estarían vacías en un mes. ¿Se me ha escapado alguno? Claro que sí, y más que se me escaparán. Pero pienso en lo necesario que soy, en los problemas que he solucionado. Y todas las dudas se me pasan. ¿La moraleja? Paga tus impuestos, Lazanias. O vendré a darte por culo hasta que aceptes cualquier interés que te ponga.
-Ya… mira, pues igual te hago caso-respondió, sonriente-. El Sur, dices, ¿no?
-Sí, a ver, eso creo. Pero es muy posible que el bardeño se dirija hacia allí. Cada vez está más peligroso, también para ellos.
-Ya… sí, me parece una teoría interesante. Muchas gracias, no olvidaré este gesto.
-Nada, hombre.
El elfo se acercó a la dueña, que le miró con cierta suspicacia. Bastante había tenido con el olor a azufre que había dejado ese enano como para fiarse de desconocidos.
-Buenas-saludó con educación-. ¿Le queda alguna habitación libre?
-Hacedme caso-les recordó Iutrux por enésima vez-. Da igual lo mucho que lo queráis matar, no lo hagáis. Necesitamos interrogarle para ver si le sacamos algo de provecho. Si está viajando hacia la zona conquistada, no es por casualidad.
Asintieron, con una inquietante parsimonia en el caso de Griub y una prudente sumisión por parte de Iuta. Este último sospechaba que lo decía más como un recordatorio a sí mismo que a los demás: en cuanto había visto la piel rosada de ese emisario, le había aparecido en el rostro una expresión digna de estudio. Una mezcla de rabia y de fascinación, por tener delante a un espécimen de esa raza que tanto detestaba.
Se había mordido las uñas, como solía hacer cuando se encontraba con algún individuo que acumulara varias características que odiaba. A veces se preguntaba por qué le habían escogido como espía. Sabía disimular el acento, eso sí, pero no sabía que los foll… que los bardeños andaran tan cortos de personal cualificado. A veces se preguntaba si había escogido el bando…
-Bien-continuó él, interrumpiendo sus pensamientos-. Griub, tú eres el primero en entrar-le indicó en un susurro, señalando la puerta que la dueña les había dicho a cambio de esas monedas-. Nosotros nos quedaremos guardando la puerta por si ese elfo intenta escaparse… pero, vamos, que confío en ti.
-Gracias.
-De nada, hombre. Le atas a la cama y le ablandas un poco. Las preguntas las hago yo.
Iuta asintió, de manera casi inconsciente. Vigilar a un tipo que no tenía necesidad de ser vigilado, supervisar al mayor profesional que había conocido. Incluso en ese oscuro pasillo sin más luz que la que venía de la luna, incluso tiritando de frío. Incluso si hacía meses que el vello de su espalda se encontraba erizado en su estado natural.
Una colleja le hizo pegar un respingo y abandonar sus inútiles distracciones.
Sintió una quemazón en el cuello, tras ese humillante golpe. Iutrux se lo había dado con una rapidez casi envidiable, fruto de años de práctica en la placentera disciplina de la humillación. Observó sus rasgos, difuminados por la noche. Se lo estaba pasando bien.
-No te estaba preguntando a ti, melón. La próxima vez, estate más atento.
-Vale. Lo siento.
-Y habla más bajo, coño.
Contuvo las ganas de soltarle un guantazo. No era el momento ni el lugar, y seguramente ni se lo merecía. Estaba tan asustado como él, como demostró poco después.
-Silencio-exigió Griub, de manera algo brusca-. Voy a abrir la puerta y, si está entrenado en las antiguas disciplinas élficas, tendrá el sueño ligero.
En ese momento, el bardeño que los supervisaba a ambos se convirtió en un subordinado más. El meditabundo y callado torturador acababa de tomar el mando, que sostenía tan firmemente como la ganzúa.
Verlo trabajar, más incluso cubierto por ese velo de oscuridad, era una experiencia fascinante. En muchos momentos de descanso le había preguntado a su superior quién era ese tipo, qué había hecho antes de vender su alma para salvar su vida. Él se había encogido de hombros, y había respondido que no importaba. Mientras trabajara para ellos, no habría problemas. Y ahora veía por qué.
Se movía como una serpiente, experta en el arte de matar y de atrapar a su presa con su cola, pero sin cebarse con ella. Lo hacía ya porque formaba parte de su naturaleza, porque no sabía hacer otra cosa. Si sus casi imperceptibles pasos tuvieran un color, sería el gris. Y, si ese «casi» hubiera desaparecido, todo habría salido a la perfección.
El converso se adentró en las sombras, hasta desaparecer por completo. Agudizaron el oído cuanto pudieron, preparándose para atacar o para huir. Durante unos segundos, solo escucharon esos pasos de ardilla y esa respiración dormida, amenazando con despertar.
Entonces, oyeron cómo esa vieja cama se quebraba. Un gruñido. Sonido de puños contra carne, de dagas trazando letales arcos en el aire. Sintieron, aunque nunca lo reconocerían, ganas de agarrar al otro de la mano, o incluso de abrazarse. Solo habían visto a ese elfo durante unos minutos, pero cada uno de sus gestos sugería un pasado tenebroso y una macabra peligrosidad.
Los gruñidos se fueron convirtiendo en gritos ahogados, y los cuchillos empezaron a cortar la carne. De vez en cuando, por suerte o por desgracia, les llegaba una sombra de lo que ocurría, una escena de violentos guiñoles iluminada por la luz lunar. Los combatientes respiraban con dificultad, pero no tanto como los testigos. Sus ojos, clavados en esa negra habitación, jamás se habían abierto tanto.
Pasados unos angustiosos momentos, un cuerpo cayó al suelo. Un golpe, fuerte, marcó el resultado de esa pelea. En ese momento, Iuta rezó a Iblis con la convicción del más veterano de los devotos. Una figura oculta por las sombras se aproximaba a ellos.
Respiraron con cierto alivio al ver cómo un dolorido Griub avanzaba hacia ellos. Cojeaba, dejaba tras de sí un reguero de sangre, su mirada mostraba por primera vez una emoción fuerte. Miedo.
-Ya está-les comunicó, entre jadeos-. Venid conmigo para atarle, que no me fío.
Ese último comentario resultó ser más profético de lo que creía. Giró la cabeza en cuanto oyó esos pies apoyarse en la madera, para encontrarse con esa imagen atroz.
Sostenía su cuchillo con firmeza, a pesar de la pequeña herida que le recorría el antebrazo. Su cara era un cúmulo de emociones de una desmedida intensidad, entre las que se encontraban la culpa y el deseo de venganza. Había perdido esa capa de nobleza e incluso de elegancia que mostraban sus movimientos. Ahora solo quedaba la otra mitad de ese elfo, la mitad más brutal y primaria. Pero eso no significaba que no supiera dirigir su ira: matar para él era tan natural como respirar.
Fue rápido y eficaz, como un perro entrenado cazando a un conejo. Le rebanó el cuello de un tajo limpio, sin que pudiera ni siquiera intentar agarrarle con la mano. Sus dedos, rojos en vez de rosas, empujaron ese cuerpo todavía con algo de vida. Tras una última convulsión, supieron que nunca llegarían a resolver el misterio de Griub. No era una tragedia, teniendo en cuenta lo mucho que tenían que perder.
En cuanto vio ese ojo solitario clavado en su existencia, Iuta salió corriendo sin pensarlo durante un segundo. El bardeño se planteó atacar en nombre de Iblis, ascender, en el Gremio de Espías contentar a esa deidad exigente. Entonces, vio esa cara. Esa faz de demonio, de un espíritu que deseaba vengar a toda una civilización y que, peor todavía, acababa de despertar.
Salió por patas, junto a su compañero. Confiaba en que Iblis se lo perdonara.
La carrera fue corta, fue intensa, fue la tormenta de arena que venía desde el Sur pero vuelta en su contra, como absorbida por algún huracán de pasiones desbordadas. No había casi luz, se guiaba por los pasos de su subordinado, lo mandaría despellejar por haberle obligado a correr, mataría a ese infiel…
Sus pensamientos, como unos dardos o unos naipes, se convirtieron en un absoluto caos cuando, junto a su cuerpo, cayeron al suelo. Por un momento creyó que le había placado, hasta que puso la mano en la barriga de ese individuo con el que se había chocado. No era él, no tenía ni idea de quién era.
Pero el elfo se había detenido.
Al ver su oronda barriga, todos pensaban que tenía el sueño pesado. Sus amantes, pagadas o no, se habían escapado de su cama creyendo que no las iba a ver. Ese tipo baboso que había decidido seducir a su madre había pensado que no iba a notar cómo le birlaba las monedillas que se ganaba ayudando a los forasteros.
Y, claro, esos juerguistas habían pensado que podían montar su fiesta al lado de ese gordo que se había atiborrado a cervezas.
Al principio, al menos, había pensado que eran juerguistas. Eso había querido creer, pero su tono de voz era levemente profesional. No demasiado, sino… como si estuvieran unidos por una peligrosa misión, conectados de una forma incómoda. No eran genios del delito ni muchísimo menos, pero no estaban allí para pasárselo bien. Aunque uno de ellos pareciera correrse con un sádico placer cada vez que humillaba a los demás.
Al principio, su contaminado cerebro deseó que fuera una pesadilla, no solo por la pereza que le daba tener que levantarse, sino por el miedo. Un navajazo a traición en una pensión de mala muerte, su dinero robado… y nadie se acordaría de ese recaudador de impuestos que solo había intentado hacer bien su trabajo.
O podían ser caníbales, o espías bardeños, o vampiros, o demonios con piel humana. Se aferró a su raída manta como si todavía fuera un niño que se acabara de despertar por cualquier ruidito nocturno. Solo deseaba despertar otra vez, que todo terminara, que su viciado criterio de borracho no le obligara a salir de allí.
Entonces, los ruidos de la pelea atravesaron la pared. No era una pesadilla… y, al mismo tiempo, era la peor de todas.
Recordó, tras unos momentos de agobiante incertidumbre, quién dormía en la habitación de al lado. El elfo, Maranias o algo así. El que tenía un sello seguramente estampado por la propia regente. Un tipo agradable, sin duda, pero parecía haber llamado la atención de la gente equivocada.
«No, Poriún»-se dijo a sí mismo, tratando de calmar unos ánimos que siempre se habían dejado llevar demasiado por los impulsos-. «Eres demasiado importante para morir. Piensa en las iglesias que se derrumbarán sobre los feligreses, en los soldados aplastados bajo los pies de los invasores, en los horribles vestidos pasados de moda que tendrán que ponerse las damas de la Corte».
Cada vez costaba más encontrar ejemplos para justificar su inactividad, pero era bastante bueno en ello, sobre todo en esas situaciones. A pesar de esos impulsos que quemaban sus entrañas, siempre lograba refrenarse unos segundos y pensar en ese hombre quizás no demasiado popular ni apuesto, pero necesario para la vida en Thertinia.
Sin embargo, tras esos momentos de vacilación, sus gónadas se indignaban por alguna imagen, algún olor, a veces incluso algún sabor, que terminaba con su breve y poco insistente paciencia. En esa ocasión, fue un sonido: el de un cuchillo hundiéndose en carne.
Se incorporó súbitamente, haciendo más ruido del necesario. Maldijo a ese salto apresurado, pero se preparó para defenderse… o para atacar. Agarró el grueso palo que solía llevar para defenderse, se encaminó hacia la puerta a paso lento pero constante, con pisaditas de paloma. Entonces, escuchó el sonido de pisadas huidizas, de una escapatoria improvisada y cobarde. Se armó de valor, abrió la puerta.
El choque le tiró al suelo, sus rodillas dolían, otro cuerpo junto al suyo… no, otros dos. Le dolían los huesos. ¿Qué estaba…
Sintió una mano palpando su barriga, como un curandero tratando de detectar alguna enfermedad. No, no era como un curandero. Era un toque malintencionado, cargado de miedo y de ira. Alzó la mirada para echarle un vistazo a la figura que se dirigía hacia ellos.
Sus músculos tensos se marcaban en su torso fibroso. Agarraba el cuchillo como una bestia enseña las garras, con tanta naturalidad que asustaba. Su pelo se había convertido en una maraña de canas puntiagudas, su ojo no se estaba quieto sino que iba de un lado a otro en una persecución constante, sus labios estaban torcidos en un gesto de desprecio. Ver cómo apretaba los dientes era un exótico espectáculo que, sin embargo, ninguno quería ver. Pensó en huir de ese tipo tan fascinante que se había convertido en un monstruo.
Entonces, sintió cómo una hoja de metal presionaba contra su cuello.
Ese individuo le obligó a incorporarse, con esas manos temblorosas que habían tocado su vientre. Mientras su compañero también se incorporaba, se fijó en sus dedos cerrados en torno al mango del puñal, en esa cara que mostraba una brutal expresión de sadismo. Era un bardeño.
-¡Quieto!-gritó Iutrux, mirando al elfo. Tenía más miedo que él, porque no sabía si ese infiel se preocuparía por la vida de uno de los suyos. Habría que intentarlo-. ¡Como avances un paso más, le corto el cuello!
El locuaz Poriún enmudeció. Suplicó clemencia con la mirada, le pidió a ese misterioso emisario de la reina que salvara su insignificante vida. Solo en ese momento tuvo constancia de su verdadero valor, y eso le puso enfermo.
Por suerte, Lazanias alzó las manos en un gesto conciliador. En ese momento, los dos espías respiraron con alivio: era increíblemente fuerte, pero tenía un punto débil. Ahora sabían algo que podía salvar sus vidas.
-Mira, elfito-se burló ese repulsivo folladunas-, me vas a decir ahora mismo qué has venido a hacer aquí. ¿Sabías que la Palabra de Iblis nos deja comer infieles? No es una práctica muy extendida, pero los Altos Gestores dicen que está escrito. Pues bien, como no nos digas lo que queremos saber, este cerdo se va a convertir en nuestro desayuno, comida y cena.
Iuta esperó que estuviera de broma. Tuvo que contener una arcada que seguramente le habría costado parte de su sueldo.
¿Qué quieres saber? He llegado aquí como un viajero, para encontrar trabajo. Ahora, si nos tran…
-No-interumpió el fanático, acercando el cuchillo. El recaudador se estremeció, hizo el amago de escapar. Pero detrás tenía otro-. No te hagas el listo, que te hemos estado siguiendo. Y sabemos que estás siguiendo a alguien. Si nos dices por qué, igual hasta le dejamos ir.
-Dejadle ir y os lo diré-mintió: solo quería estudiarlos más detenidamente. Quizás si lo intentaba…
-No te creerás que nos lo vamos a tragar-intervino el traidor-. Iblis es grande, y sus palabras nos previenen de las mentiras de los sofistas.
Le fulminó con la mirada por un segundo, hasta que la retiró. Luego, volvió a dirigirse a su superior.
-¿Crees que sabe lo que significa «sofista»?
-No. Pero sí creo que tiene razón. En cuanto lo soltemos, vas a intentar matarnos.
-Vale. ¿Qué hacemos entonces?
-Lo que te he dicho. No juegues conmigo, y no te acerques un paso. Dinos lo que queremos saber.
-Está bien-accedió. Le tocaría improvisar-. Estoy siguiendo al asesino de un noble de la Corte, contratado por su hermano para cobrar la herencia. Ese conde era de los hombres de mayor confianza de la reina… y su asesinato ha sido a traición. Se hará justicia, tarde o temprano. Supongo que os envía Al Martak, o que queréis ascender en su repulsiva burocracia. Bien, ya tenéis vuestra respuesta: mi misión no os afecta para nada.
Poriún se preguntó, mientras cruzaba esos dedos sudorosos, si era verdad. Pronto halló una pregunta mucho más acuciante: si esos dos espías se lo creerían.
-Tiene sentido-admitió Iutrux-, pero muy rápido ha hablado.
-Sí. Yo creo que habría que presionarle un poco más.
-Tú te callas la puta boca-espetó. Al hacerlo, el recaudador sintió un tirón. Ese tipo estaba muerto de miedo, y la punta del cuchillo se acercaba cada vez más a su piel-. Pero, sí, tienes razón.
-Pues habrá que…
-Pues nos llevamos a este tío-le dijo directamente a Lazanias. Sus gestos de perro salvaje le desafiaban, pero el elfo ya se había tranquilizado-. Nos lo vamos a llevar hasta la entrada, listillo rosa. Y, si no nos dices nada hasta que la crucemos, lo matamos. Sin contemplaciones.
Arqueó la ceja. Poriún tragó saliva, le temblaron las rodillas. Se sentía como un objeto de negociación, como un elemento prescindible, intercambiable. En cualquier momento podía morir, y no importaría. Ese pensamiento no dejaba de martillear su cerebro.
-No tengo nada más que deciros-respondió Lazanias, con firmeza-. Ya os he contado todo.
-Pues invéntate una mentira creativa-propuso el bardeño, sonriendo con fiereza-. Que me la crea yo… y mis superiores.
En ese momento, Iuta comprendió que su superior era más listo de lo que creía. Resultaba hasta admirable.
Iutrux fue el primero en dar un paso hacia atrás, a lo que el emisario de la reina respondió con un paso hacia delante. Como un espejo casi perfecto, con varios segundos de retraso, esa respuesta se cumplía a rajatabla. No quería ponerle más nervioso de lo que estaba, y sabía que era fácil provocar una desgracia si no era demasiado cauteloso.
Por otra parte, el rostro de Drico se le apareció, susurrándole aquellas cosas de las que ese traidor no conocía el nombre. Dándole argumentos muy elaborados, aparentemente razonables y pragmáticos. Al fin y al cabo, su misión era más importante que la vida de un simple recaudador…
Sacudió la cabeza, algo que hizo que el converso se pusiera en guardia. Lo tranquilizó con un gesto de disculpa, pero lo tenía claro: si podía, procuraría que aquella velada terminara con solo dos cadáveres más.
Iuta ya se sentía uno de ellos, incluso yendo un par de pasos más adelantado que su jefe. Todo ese tiempo con la espalda dolida por los putos rezos, soportando las chorradas de esos folladunas condescendientes… todo para que, al final, acabara muriendo de todos modos. Deseó volver al pasado, morir ensartando a alguno de esos cerdos. Por lo menos contra ellos tendría alguna oportunidad.
Pegó un respingo al ver que ese ojo volvía a fijarse en él. ¿Por qué le observaba con tanta insistencia? Igual eran imaginaciones suyas… no, no lo eran, estaba obsesionado con él. Con hacerle pagar su debilidad y su traición, con aprovecharse de ellas incluso, con usarle a su favor. Estaba convencido.
Una locura cruzó su cabeza, al contemplar cómo ese superior que le había parecido invulnerable vacilaba al dar un paso. Quizás se debiera al volumen de ese pesado individuo, pero eso despertó sensaciones salvajes y atrevidas en su cabeza. Quizás… ni se atrevía a formularlo de momento pero, sí, quizás.
 De repente, el pie del rehén se deslizó, intentó incorporarse, Iutrux lo agarró antes de que cayera. Pero ya se había quebrado ese orden en el caos, ya se habían crispado los nervios de esos cuatro hombres… y de los asustados huéspedes que permanecían en sus habitaciones.
-¡Ni lo pienses!-gritó el folladunas, nervioso, acercando la navaja al cuello de ese gordo. Rabiaba como un chucho-. ¡Si te acercas un puto paso, le corto la puta vena, joder! ¡¿Te crees que estoy acojonado!?
Negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.
-No. Pero tengo que avanzar mientras me pienso la mentira.
Lo había dicho con un tono parsimonioso que les recordó a Griub. En ese momento, ambos desearon abalanzarse sobre él y quitarle esa expresión chulesca de la cara.
-Vale… pero con cuidado, ¿eh? Que me estoy empezando a cabrear…
-Oye, Iutrux… creo que igual deberíamos dejarlo ir, y decirle a nuestros jefes que… bueno, que… joder, no me sale…
-Pues date prisa, coño-le apremió mientras seguía retrocediendo hacia atrás-. Que no tenemos todo el día.
-Le decimos a nuestros superiores que lo persigan, y ya está. El resultado es el mismo, aunque no sepamos exactamente lo que quiere hacer.
-¡Deja de decir gilipolleces!-gritó, fuera de sí-. ¡La próxima vez te arreo una hostia!
«Sí que has aprendido las expresiones locales»-pensó, con rencor.
-Deberías hacerle caso a tu novio. Es un cobarde, pero es mucho más listo que tú.
Escuchó esa respiración fuerte, furiosa. Estaba nervioso. Tenía que tener cuidado. Miró a Poriún para tranquilizarlo, pero no parecía surtir efecto.
El recaudador lo sabía: apenas quedaban unos diez pasos para llegar al final del pasillo, donde le degollarían como a un cerdo. Donde todo perdería sentido. ¿Tenía algún plan ese misterioso personaje? Eso parecía, por la seguridad con la que se movía… pero algo le decía que no era así. Algo le decía que su misión era más importante que la vida de ese desconocido con el que apenas había convertido unos minutos de conversación.
Cinco pasos. Sus latidos hicieron que le dolía el pecho. Cuatro pasos. Sus pulmones empezaban a mostrar síntomas de desgaste. Tres pasos. Una lágrima se le escapó. Dos pasos.
El brazo actuó como un ente dotado de libre albedrío. Su mano se cerró en un puño, golpeó la nariz del bardeño. No tuvo tiempo para recuperarse de la impresión, intentó huir, tropezó. Sus piernas volvieron a quejarse por el dolor, pero eso era lo de menos.
-Te vas a arrepentir, cerdo…
Y, sin embargo, fue él quien se arrepintió. Al ver al elfo corriendo hacia su vulnerable persona, dudó. De sus superiores, de su rey, de Iblis. Por primera vez en mucho tiempo, dudó de aquellas verdades que había creído grabadas a fuego en su mente.
Alzó el cuchillo, estuvo a punto de acertarle en esa dura clavícula que podía percibir a través de su piel. Vio una hoja de acero penetrando su pecho, llegando hasta su corazón, pero apenas le dio tiempo a sentirla. Muerte. Muerte. Normalmente la había considerado como el paso previo a la gloria, pero ahora era la muerte. Sin adulterar por algún engaño de un profeta. Solo la muerte.
Lazanias extrajo el puñal.
-Hijo de puta…
Cayó hacia atrás, mirando al techo con esos ojos carentes de emociones. El elfo sostenía ese cuchillo ensangrentado, miraba al huidizo converso con la inquina y la pasión de un cazador experimentado. Odiaba ese arma con todas sus fuerzas, porque no era su flauta, pero había resultado ser un aliado más que útil. Un aliado mucho más hambriento, mucho más impredecible. Pero útil al fin y al cabo.
Mientras tanto, el converso escapaba por la puerta, sin mirar atrás. Cada una de sus zancadas le acercaba a la salida, al bosquecillo que rodeaba a ese pueblucho. Ojalá hubiera muerto en su momento, ojalá se hubiera vuelto contra ese miserable jefe, ojalá…
No merecía la pena pensar en lo que podría haber pasado. Continuó esa palpitante carrera nocturna, sin apenas poder ver el paisaje que se desplegaba ante sus ojos.
Tras echarle un vistazo a Poriún para comprobar que estaba bien, Lazanias corrió tras él.
Había algo bueno, por lo menos: no había tiempo para pensar en lo que le iba a hacer. Enseguida estuvo sobre él, enseguida le golpeó en la espalda. Un dolor agudo, inmediato, que le tiró al suelo en un instante. La tierra se metió en sus fosas nasales y en su boca. Ni se molestó en escupirla, era mucho más urgente mirar hacia atrás.
-Os envía Al Martak, ¿no?-preguntó el elfo, con tranquilidad.
-¡Sí! Bueno… somos espías, pero vamos por libre. Queríamos… quería ascender. Hacer méritos, y… y pensó que un emisario de la reina sería la víctima ideal.
-¿Y dónde entras tú en todo esto?
-Yo… ¡lo siento, lo siento!-suplicó, arrodillado-. Tenía miedo, y… y me uní a ellos. Solo quería sobrevivir.
Asintió: comprendía perfectamente lo que había pasado.
-¿Sabes lo que intentaron hacer los elfos?
Movió la cabeza con un gesto afirmativo, mordiéndose el labio y conteniendo esos sollozos. Algo le decía que lo consideraría un signo de debilidad.
-Yo lo comprendo mejor que nadie-prosiguió, tranquilo-. Mi pueblo pensó que a una bestia se le puede tranquilizar con palabras cordiales, apelando al consenso y a la paz. Pensó que se podía ceder, pero la bestia los devoró. A un animal salvaje se le doma y, si es necesario, se le mata. Y tú… tú te has convertido en su mascota. Te mandarán a la mierda cuando más les convenga.
-Sí, si yo… quería librarme de ellos, en territorio enemigo. Pensé, en cualquier momento, que me tendría que librar de él. Que… era mi deber, tío, como… habitante de esta tierra.
-Ya.
-¡Sí! Iba a hacerlo en cualquier momento, pero… me daba cosa el gordo, no quería hacerle daño. Te juro que te iba a ayudar.
-Ya. Entonces, te planteaste engañar al que te salvó la vida.
Quería ver cómo respondía. Entonces, juzgaría si merecía marcharse de allí o no.
-Pues… claro, porque es un bardeño. Estoy convencido de que era mi deber hacerlo, de que… en fin, que tenía que compensar haberme unido a ellos. Aunque fuera para atacarlos desde dentro.
Puso el ojo en blanco.
-Eres un oportunista. He conocido a mucha gente como tú… y no me gusta.
En ese momento, el espía agarró su propio cuchillo con determinación: iba a morir de todas formas, no le costaba nada intentarlo. Aunque las sienes le temblaran y le doliera el corazón.
Se incorporó de un salto, apuntó a la frente, a esa pérfida frente que….
Primero, el elfo le cercenó tres dedos con un corte limpio, extremadamente profesional. Dolor. No se lo podía creer. El puñal caía, su mano sangraba profusamente, sus ojos no se despegaban de esa imagen cruel y violenta que tanto había querido evitar. Miró a la cara de Lazanias, esperando hallar un ápice de clemencia. Lo que vio fue su puño.
De nuevo, cayó al suelo, pero esta vez no había tiempo para recuperarse. Primero un golpe en la mejilla, luego en la nariz. En la frente, en el cuello, en la barbilla. Le tiró del pelo, estampó su cabeza contra la tierra. Era un torrente de furia que hasta entonces había contenido, era una fuerza de la naturaleza rebelándose contra los humanos con una sonora explosión.
-Por…
No, no tenía derecho ni a pedir clemencia. Aunque estuviera cubierto de rojo, aunque sus dientes volaran por los aires, aunque cada uno de sus movimientos tuviera como consecuencia una agonía insoportable. Era un traidor, un miserable. Tenía la culpa de que Gailia hubiera caído, de que le hubieran dado por muerto y de que no hubiera tenido la ocasión de clavarle una daga en el pecho al maligno Al Martak. Él era el enemigo, él era la plaga que había que exterminar. Ni siquiera le miró a la cara. Mientras gruñía como un porcino enfadado, le daba un golpe tras otro. Hasta que dejó de chillar y sus nudillos empezaron a chocar contra una superficie blanda. Alzó sus puños, respiró hondo. Se levantó, sin mirar al cadáver. Bien merecido se lo tenía.
Caminó hacia la pensión a paso lento, con la vista en el suelo. De vez en cuando emitía algún suspiro de cansancio y de pesar. Echaba de menos su flauta…
Llegó hasta el somnoliento recaudador, que ya se había incorporado. Le miró a los ojos: tenía miedo, no solo por lo que le acababa de pasar. También tenía miedo de él.
-¿Estás bien?-le preguntó.
-Sí-respondió con cierta cautela-, aunque me va a costar tiempo recuperarme de esto. Joder, cómo me duele la espalda…
El elfo agachó la cabeza, sintiéndose culpable.
-Lo siento. Has sido muy valiente. Desde hoy, estoy en deuda contigo.
-¡Bah! Ni lo menciones-replicó, golpeándose el pecho para ocultar su miedo-. Son mis entrañas, que a veces me juegan una mala pasada. ¡Ah, menuda anécdota para contar en mis viajes! Aunque a ver si me pongo bien de la espalda…
Se llevó la mano, quejumbroso: desde luego, no parecía estar en su mejor momento. Pero todavía se mantenía en pie y con vida, y eso era mucho decir.
-Me tendrás que ayudar a justificar esto a la dueña-comentó, señalando el cadáver. Poriún apartó la mirada del mismo, asqueado por esa boca profunda y ensangrentada.
-Está bien, no te preocupes-accedió, algo nervioso-. Aunque igual me viene bien que me ayudes con algo a mí también…
Sus bolsas estaban llenas de monedas hasta casi rebosar. No eran cometas ni estrellas: eran simplemente monedas de oro, de un material que significaba lo mismo en todas las lenguas. Significaba riqueza, estatus… y, si se sorteaba adecuadamente a los salteadores de caminos, significaba seguridad.
-Venga, vamos, vámonos ya…
Sus criados más leales le estaban esperando. Eran lo suficientemente imbéciles como para acompañarlo hasta su destino en el Este, pero lo suficientemente avispados como para saber que su cretinismo les impedía gestionar ese dinero por su cuenta. Sabían que le necesitaban. Le encantaba ese tipo de estúpido, que era consciente lo que era. Siempre sabían lo que era mejor para todos. Echó un vistazo a ese cuarto antaño lujoso: ahora había sido completamente desvalijado. Ni joyas, ni ropajes, ni ese cuadro caro que se había permitido como un capricho. Todo estaba cargado en los carros, listo para sacarlo del territorio a primera hora de la mañana.
Prácticamente corrió hacia la puerta, sudoroso como un puerco, pero dispuesto a hacer la carrera más dura que hubiera visto la Historia para salvaguardar ese dinero que se había agenciado.
Hasta que, por supuesto, se encontró con ellos.
A uno ya lo conocía: el recaudador. Un tipo insistente, eso no lo podía negar, pero poco imponente. Solo un individuo gordo con cierta gracia, incapaz de intimidarlo físicamente, sobre todo teniendo guardaespaldas a su disposición.
Pero el hombre que le acompañaba era distinto. Ya su parche revelaba que había sufrido más de él, quizás, por haberle echado cojones a algún turbio asunto. En cualquier caso, había más elementos de esa tétrica figura que contribuían a darle esa peligrosa impresión. Su expresión insondable, esos músculos que se notaban incluso a través de la ropa, la forma en la que agarraba el cuchillo. Y el hecho de que llevara un cuchillo, por supuesto.
-Buenas, ¿qué… qué quieren?
Hace unas horas, si le hubieran preguntado y se hubiera visto obligado a responder con sinceridad, habría respondido que la guerra estaba perdida. Que una hembra débil como Lisinia no podía defenderlos del constante avance del bardeño, y que lo más sabio era huir. Ahora, sin embargo, le faltaban las palabras, sobre todo aquellas ingeniosas e hirientes de las que tan orgulloso había estado en el pasado. Un par de inquietos balbuceos se le escaparon mientras ese elfo contestaba, con una extraña mezcla de cabreo y de placer culpable:
-Me han dicho que aquí hay un moroso…

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