Cuentos de Thertinia 24: Hormiguero

-No, Gazmir, te equivocas. Si Bardak hubiera ganado la guerra hace varios siglos, tú no serías un fanático convencido de la gloria de Iblis.
-¿Ah, no?-preguntó el bardeño, mientras avanzaba por el bosque, ya cansado tras estar todo el día caminando. Además, esa agobiante luz del atardecer quemaba su piel como un hierro al rojo vivo-. Me habría criado en una tierra ya conquistada, y no habría podido recibir información del exterior. Un solo país significa que te vas a creer todo lo que te digan.
-Vale, entiendo que serías una persona distinta si te hubieras criado en una Bardak distinta-aclaró, con un tono didáctico-. Pero de lo que te estoy hablando es de qué pasaría si, hace siglos, los Radell no hubieran reconquistado el territorio. Y, entonces, es seguro que no existirías.
-¡Arrea! ¿Por qué crees eso?-comentó, mientras echaba un vistazo a las hojas que tenía delante de él. Lored le había dicho que algunas eran venenosas, y no quería repetir la mala experiencia en ese barco.
-No lo creo, lo sé. Piensa que, de haber triunfado, habrían perdido más hombres. No estoy diciendo que tus antepasados hubieran muerto, pero igual se le murió el… qué sé yo, el tío, a uno de ellos. Y heredó una granja, o algo, y nunca conoció a su mujer. Tu árbol genealógico, a tomar por culo. O igual se hubiera liado con una autóctona de aquí, o se habrían enriquecido y ella habría tenido un hijo con un criado… y, suponiendo que llegaran a procrear igual que en esta realidad, igual lo hacen en un momento totalmente distinto que cambia todo por completo.
-No, hombre, pero siguen siendo los mismos. Habría salido igual.
-¡Y una mierda! Entonces, supongo que todos los hermanos serán iguales. No digas gilipolleces, Gazmir. A no ser que el cambio sucediera cuando ya estabas con vida, es casi imposible que hayas salido igual en otro mundo.
Asintió, algo confuso, todavía pensando en esa vampiresa, fascinado ante la inmensidad de lo que existía. Drico observó esa interacción con repugnancia. La hipocresía de ese puto enano era nauseabunda: tratando a su amigo como una mascota, ganándose su confianza con sus explicaciones paternalistas. Deseó liberarse de sus cadenas y usarlas para estrangular a ese retaco hijoputa. Imaginó su rostro enrojecido, con las venas marcadas en la frente, lo imaginó con la voz quebrada y ahogada.
Suspiró, soñando despierto. Las piernas le pesaban cada vez más.
Namera, por el contrario, avanzaba de una forma mecánica, deseando que no se detuvieran jamás. Así no escucharía esas voces fuertes y constantes sobre ella, no tendría que asentir y sonreír cuando no quería hacerlo. No tendría que soportar la vergüenza de que Gazmir la hubiera perdonado sin ninguna penitencia. ¡Un hereje, no ya seguidor de Iblis, sino prácticamente sin creencias! Cada vez que lo recordaba, sentía el impulso de golpearse en la espalda, pero no debía ser ella. Debía ser él, el perjudicado por su escasa fuerza de voluntad.
Creía ver movimientos en la tierra, como bichitos desplazándose, como un ejército de gérmenes contaminando el cuerpo del bosque. Sus ojos los seguían con un interés creciente que se iba tornando en paranoia, en miedo. Dudaba de sus propios sentidos, pero al mismo tiempo no podía dejar de hacerles caso. Sentía un taladrante dolor en la cabeza, un dolor que, con sus parones ocasionales, llevaba atacándola desde aquella intoxicación.
No debía detenerse. Bastante les había retrasado ya, bastante daño les había hecho. Bastante insistente era la voz de ese bicho infernal, como para que la de la culpa creciera hasta devorar su cerebro.
-Hazao no te va a salvar-insistía, destrozando sus ánimos con esa voz taimada y animal-. Cuando mueras, no habrá salvación, no habrá Más Allá que te libre de tus problemas. Todo lo que eres desaparecerá, todo se convertirá en una negrura de la que no podrás escapar… no, ni siquiera. La negrura es concebible. No es deseable, pero es algo que puedes asumir. Lo que te espera, sin embargo, no te lo puedes imaginar. La simple inexistencia, por más que los simples la llamen «sueño eterno». Y por eso crees en Hazao. Porque tienes miedo. Miedo de que lo único que quede después de tu muerte es un cuerpo del que me aprovecharé…
Negó con la cabeza, como sacudiéndose una de esas pesadas moscas. No quería escuchar esas palabras, no quería pensar en quien las decía, no quería. No quería, joder, no quería.
-…al igual que se aprovechó la Madre Superiora.
Sintió sus manos negras y alargadas en su cuerpo, acariciando su piel, al igual que lo hacía ella. Pero solo la estaba lavando, y no se lo podía decir a las demás. Ni tampoco dónde la lavaba, cómo obligaba a sus manitas a pasar las manos por todo su cuerpo…
No podía sollozar, aunque las lágrimas ya cubrieran sus mejillas. Era sucia, era repulsiva, su sola existencia era una afrenta a todo en lo que creía. Si no fuera pecado, habría acabado con su vida en ese momento.
Al desplomarse, pensó que Hazao lo había hecho por ella.
-¡Namera!-gritó Gazmir. En ese momento, las dudas que tenía sobre el tejido de la realidad, sobre los viajes en el tiempo, sobre el mundo en el que vivía… desaparecieron al instante, sustituidas por una preocupación más primaria e impulsiva.
-No te va a contestar-se burló Drico-. Ojalá se muera esa muda…
Los ojos saltones de Lored le dedicaron una mirada asesina, y corrió hacia ella. Le tomó el pulso, posando el dedo sobre esa piel caliente y sudada.
-Respira con normalidad-les comunicó, aliviado-. Pero… parece enferma, y no sé…
De pronto, por instinto, rechazó a un bicho con la mano. Era un escarabajo, que comenzó a moverse por el suelo.
-¡Puto bicho! Bueno, Gazmir, sácame…
Pero el bardeño señalaba al suelo, con una expresión de terror en el rostro. No preocupación, ni consternación: puro terror, de ese terror que solo aparecía cuando un habitante del Sur contemplaba alguna extraña clase de magia negra.
La estampa, desde luego, era espeluznante: hormigas, cucarachas, gusanos. Decenas de pequeños bichos marchaban en esa repulsiva procesión, dejando diminutas marcas en la tierra por el ansia que corroía sus cuerpecitos. Ninguno de ellos había visto jamás a tantas especies perfectamente coordinadas, moviéndose como si fueran células de un mismo ser. Daba miedo y daba pena, por esos animales sometidos a alguna terrible fuerza externa.
-Lored, ¿qué está pasando?
En ese momento, una hormiga trepó por el labio de la monja.
-Creo que me hago una idea…
Por la noche, su figura se confundía. La armadura negra no solo convertía en estatuas a esos hombres que, hasta hacía dos horas, se habían movido en un baile letal. No solo ocultaba un rostro que ya de por sí era inexpresivo, sino que hacía que ni siquiera esa máscara se percibiera con claridad en la noche. Más que un ente corpóreo, esos seis Nudillos de Iblis parecían corrientes de aire, invisibles e intocables, disueltos en la inmensidad de la noche. La defensa perfecta.
Seis Nudillos de Iblis… los soldados ya habían oído rumores sobre esa comitiva tan particular que había empezado a llevar Al Martak. Entre susurros, mirando siempre a ambos lados antes de atreverse a pronunciar la más nimia palabra, pero ya habían empezado a circular informaciones no contrastadas, siempre en duda, pero siempre dotadas de un aire de credibilidad que les hacía estremecerse.
Me ha dicho uno, uno que no quiere que diga quién es, que está enfermo. Que está débil y decadente, y que por eso últimamente pasa menos horas entre nosotros. Que se despierta entre gritos cada noche y manda ejecutar al que le escucha. Que consultaba a perversos adivinos que predecían su muerte esta noche y, si me equivoco, la siguiente. Que Iblis le ha dejado de hablar para buscar a un sucesor más capaz.
Los más despiertos de su ejército habían creído que ese aura divina brillaría con mayor luminosidad después de su victoria en Gailia, pero parecía haber sucedido todo lo contrario. Era como si su excelso monarca fuera una herramienta rota, un iluminado que había llegado hasta donde había podido y ya había alcanzado el mayor éxito de su existencia. Un intento de unificador que, después de todo, se quedaría en nada. El pesimismo, muchas veces infundado, no dejaba dormir a unas tropas demasiado acostumbradas a obedecer a su líder. Las confundía y las desmoralizaba.
Por eso, cuando aparecieron esas cuatro figuras encapuchadas, muchos huyeron a pesar del miedo a las represalias. Decían que olía a hierbas prohibidas, a azufre y a infierno. Que, debajo de sus pies, las plantas se marchitaban.
El primero en mover la mano fue un hombre cubierto por una tela que representaba un mapa. Él marcaba los tiempos, él era capa más de adivinar con cierta precisión lo que iba a suceder. Le indicó a sus compañeros a qué soldados tenían que atacar. Lo hizo con una mano, sin aspavientos ni gestos innecesarios. De una manera sobria y desapasionada.
Uno de ellos, un joven, hacía que los soldados chillaran a su paso y cayeran al suelo entre estertores de dolor. Susurraba alguna palabra ininteligible, y sus nervios se hinchaban hasta lo insoportable. Con una precisión quirúrgica, las zonas más sensibles eran deformadas por el hechizo. Sus cuerpos se transfiguraban en monstruos inservibles, cuya única utilidad era morir rápido y de una forma indeciblemente dolorosa. El mero hecho de contemplar uno de esos cadáveres hizo que algún soldado se pusiera a correr y siguiera hasta que se le durmieron las piernas.
La única mujer estaba recubierta de un color exótico, lujoso, y de argollas de oro que la convertían en un ídolo pagano. Sus uñas atraían las espadas bardeñas y las lanzaba contra sus dueños, cortándolos en pedazos. Miraba a los invasores y sus huesos se convertían en oro, destrozando todo su cuerpo. De vez en cuando, una risa grave y discordante salía de su garganta. Entonces, los soldados se despedazaban los unos a los otros, creyendo que el otro estaba relleno de monedas.
La cuarta figura, durante gran parte del ataque, se limitó a defenderse con unos rápidos y letales rayos. Avanzaba con dificultad, siempre al borde del tropiezo, pero había algo inquietante en ese hombre. Era como si una energía oscura e innombrable recorriera su cuerpo, como si solo se estuviera preparando para desatar una hecatombe sobre ellos.
Pronto, todos los hombres que se interponían entre ellos y la oscura tienda de Al Martak habían muerto o escapado. Todos excepto seis. Los Nudillos de Iblis permanecían en pie, desafiando a lo incomprensible con una mirada que solo podía sostener un fanático o un enmascarado.
Los brujos se detuvieron, disfrutando de ese placentero instante. Sus túnicas ondeaban al viento con cierta solemnidad, pero eso no bastaba para intimidar a aquel exclusivo cuerpo de élite. Desenvainaron sus espadas, se dirigieron hacia ellos sin vacilar.
Fue entonces cuando el líder en funciones de los hechiceros actuó. Alzó la mano, como un profeta predicando mentiras atractivas. El poder de su cruel señora fluía a través de su brazo con la fuerza de mil desastres. Hasta mover un dedo suponía un encendido tormento, pero sentía algo de morbo al tratar con un poder de ese calibre: estaba en contacto con esos seres que tanto pavor provocaban a los cautos. Aunque le costara la vida o incluso el alma, el subidón merecía mucho la pena.
Cuando Zirano bajó el brazo, parecía que no había sucedido nada. Eso hizo que los implacables guerreros se confiaran y ya imaginaran la sangre de sus enemigos tiñendo la hoja de sus espadas. Cuando su arrogancia llegó a su punto álgido, la tierra se tambaleó bajo sus pies. Se preguntaron qué podía ser, qué clase de fuerza podía estar levantando pedazos de suelo y rebelándose contra ellos. El primero que lo comprendió, tras unos segundos de sana incredulidad, estuvo a punto de sufrir un infarto.
Eran los muertos del bando contrario, que habían enterrado para que no apestaran el campamento. La sonrisa malévola del brujo le confirmó esa terrible verdad.
No tenía precisamente buenos recuerdos de picaduras de insectos, sobre todo después de aquella vez en la nieve. Por eso, procuraba retirarlos con trozos de ropa en lugar de con las manos. Pero las hormigas, la plaga más sibilina de toda, ya empezaba a trepar por ese pedazo de tela. Por lo demás, la tierra que levantaba se llevaba por delante a algunos escarabajos, pero ese agobiante ejército seguía cercándoles por todos los flancos. Sus pasos se hundían en la tierra con una profundidad cada vez mayor.
-¡Lored!-gritó, abriendo los ojos como platos mientras rechazaba a esa araña que amenazaba con caer sobre él-. ¡Que estos bichos nos comen! ¡Haz algo!
-¡Ya, coño!-contestó, sacando algo de su bolsita con la mano izquierda mientras se rascaba con la derecha-. ¡Tú vigila que no le entren en la boca! Algo me dice que no es su manjar preferido…
Soltó una nerviosa carcajada, y tiró unos polvos explosivos contra un hormiguero. La tierra los salpicó a todos, y pedacitos de hormigas saltaron por los aires como astillas vivas y carnosas de madera. Sin embargo, las supervivientes reforzaron su ahínco. La llamada apelaba a sus propios instintos de supervivencia, las trastocaba hasta convertirlas en sus esclavas. Y lo mismo con los demás.
Drico trataba de escapar como podía de esa pequeña legión, pero los grilletes que le habían puesto en los pies le impedían correr. Soltó un par de juramentos, antes de caer al suelo tras un sonoro tropiezo.
-¡Lored, por tu vida, sácame de aquí! ¡Quítame los grilletes y os ayudo, malnacidos!
-¡Y yo voy y me lo creo!-replicó, con una amarga risa. El espantapájaros arrugó el rostro, de pura y corrosiva envidia, al ver cómo tiraba gotitas de un ácido bastante eficaz contra los bichos que se dirigían hacia Gazmir. Por un momento, su odio cambió de objetivo: ahora deseaba estrangular a ese bardeño más de lo que nunca había querido matar al brujo, deseaba comerse sus entrañas en un plato, sentía el impulso de tomarlas por él mismo.
En cuanto vio esa fila ordenada de hormigas paseando por su pecho, se le pasó. Trató de revolverse para tirarlas al suelo, pero clavaban sus enanas extremidades en su cuerpo, levantando pedazos de paja. Chilló, esta vez por un sincero dolor.
Gazmir se acercaba a él corriendo, con una lealtad de perro que solía resultar poco práctica en las personas. Con el trozo de prenda que llevaba, rechazaba a esos monstruitos hipnotizados. A pesar de ello, seguían avanzando con una constancia envidiable, solo compartida por las máquinas que los artesanos creaban en sus talleres.
Los ojos entreabiertos de Namera observaban, no sin una mil veces maldita impotencia, la lucha que sus compañeros llevaban a cabo contra esa invasión. Pero su mirada estaba ocupada en otras cosas. En concreto, con ese engendro que cada vez empezaba a adquirir cada vez una entidad más tangible. Su carne parecía encontrarse en un estado avanzado de descomposición que permitía ver esos negruzcos huesos y, sin embargo, cada vez era más real. Y esas hormigas que marchaban hacia su boca parecían haberse teñido de rojo…
-¿Lo ves, monjita? Te dije que no podrías matarme, ni siquiera con ese cetro. Hasta con armas hay que ser hábil. Pero lo único que sabes es estar calladita, incluso cuando mis soldados te usan como base de operaciones. Pero qué técnico me estoy poniendo. Serán cosas de estar muerto… bah, en realidad eres como una pocilga, un simple cuerpo para utilizar. Espero que sufras mucho.
Ese espectro acarició sus cabellos, a pesar de que pataleaba, de que arañaba al aire e intentaba librarse de esa macabra visión.
-Gazmir, dinos de una vez qué le pasa-le pidió Drico, con cierto respeto nacido del miedo. El brujo asintió.
-Vale, sí… pero, Gazmir, saca el cetro e intenta retrasar a esos bichos todo lo que puedas. Que tendrá que ser mucho.
-Claro, sí. Lo… lo intentaré.
-Intentarlo es de maricas-replicó Drico-. Si yo tuviera el cetro…
-¡Drico, cállate!-chilló. Desenvainó su arma, apuntó a una masa enorme de desagradables bichos. El relámpago quemó a esos enanos combatientes con la fuerza contenida en ese prodigio metálico. Ni siquiera miró a sus enemigos mientras ardían de una forma inmisericorde. Por el contrario, sus ojos permanecían clavados en ese espantapájaros-. ¡¿Quieres que nos muramos todos!? ¡¿Quieres morirte tú también!? ¡¿Te importa más jodernos a nosotros que tu propia vida!?
-Gazmir, date prisa-le apremió el hechicero, mientras extraía ungüentos de su cinturón y los colocaba sobre las pálidas mejillas de la mujer. Apartaba a algún bicho con la mano, visiblemente nervioso-. Parecéis niños pequeños. Colaborad de una puta vez.
-¿No lo ves, Gazmir?-preguntó, desesperado-. Nos está manipulando. No seas simple, anda, y vámonos de aquí. Esto no merece la pena.
En ese momento, sintió cómo esa avanzadilla de insectos que daba un rodeo por sus pies había dejado de existir. Una erupción en su sangre, la rabia acumulada durante días. Su memoria revisitó la humillación a la que ese cretino de paja le había sometido durante su trayecto en el barco. Disparó un par de veces más a esos incansables tocapelotas, hizo que el olor a quemado contaminara el aire que respiraría durante ese duro intercambio de verdades. Respiró ese viciado vapor y, cuando su nariz estuvo llena de humo, habló:
-Te crees muy listo, ¿no, Drico? No me extraña: a mí me tuviste controlado como a un tonto durante mucho tiempo. Pero finalmente he comprendido que no eras un genio del mal, ni una gran mente incomprendida, ni ninguna de esas cosas que me solía decir a mí mismo. Lo que pasa era que eres peor persona que yo.
-¿Sí?-se burló, con una sonrisa desafiante. Los bichos que se unían a la marcha no hacían sino aumentar-. Díselo a ese tipo que asaltamos hace… pues unos seis años, en la capital. Sin que nos hiciera nada.Te lo cargaste para robarle sus míseras monedas, y no sabes si tenía familia o no. Te cargaste un hogar, por nada. Y no fue ni la primera ni la última vez que lo hiciste.
Antes de responder, contuvo ese desgarrador alarido, y se conformó con gruñir. Lanzó un par de rayos contra ese pelotón de bichos, disfrutó viendo cómo ardían. Le echó un vistazo a Namera, cubierta de ese potingue que le había echado Lored, y de pedazos de insecto que el brujo había conseguido que no entraran en su boca.
-He hecho… cosas que hoy no haría, y trato de compensar al mundo por ello cada día. Pero, siempre que lo he hecho, tenía una razón para hacerlo. No siempre buena, claro, pero hacía lo que creía que era necesario para sobrevivir. Y eso es lo que no entiendes, Drico: para sobrevivir. No para convertirme en el señor de un castillo ni para hacerme rico vendiendo oro. Eres un irresponsable, supongo que ya lo sabes, y por eso piensas a lo grande. Por eso fracasas luego, claro: porque sobreestimas tus capacidades.
El cuerpo encadenado del espantapájaros se lanzó sobre él. Sin brazos ni piernas funcionales, intentó morderle el cuello. Gazmir mostró su fastidio con una asqueada expresión.
-¿Ves, Drico? ¿Esa es la estrategia del tipo más pragmático del universo, del genio sin suerte? No. Porque tú no has alcanzado tus pocos triunfos por ser pragmático, Drico, sino porque has podido aprovecharte de personas menos miserables que tú. ¿Y qué pasa cuando triunfas? Que quieres matar a Lored, o que cabreas a un compañero que sabes que te gana en una pelea, o que no te conformas con llevarte un poco de oro del templo y te la juegas al todo o nada. Eres un chucho sin correa, amigo mío: por eso llegas lejos, y por eso nunca alcanzas tu objetivo.
Si hubiera tenido piel, habría palidecido. Había escuchado en silencio, no por respeto, sino por… no estaba seguro. Quizás reconocía algo de verdad en esas palabras, quizás no había sabido formularlas en su momento, tras tantos intentos infructuosos de obtener el preciado éxito. Quizás… no, estaba seguro de que no se sentía culpable. Era un engendro, era la negación de los valores, era el eterno rebelde. No podía rendirse ante el moralismo de ese paleto sin seso.
-Así que, si de verdad eres tan listo, colabora para que los dos sobrevivamos.
Aunque ahí tenía razón.
-Mira que eres cabrón-respondió, con la sonrisa más sincera que había cruzado su cara en años-. Tú también sabes hacer discursos hirientes.
-Aprendí del mejor-sonrió, a regañadientes-. Ahora, estate quieto y déjanos trabajar.
El creador de la criatura había observado la escena con curiosidad, analizando a ese cabrón al que había traído al mundo. Estaba complacido en parte por esa resolución, pero no había tiempo para felicitarlos.
-¡Gazmir, ponte a trabajar!-gritó-. ¡Tenemos que impedir que lleguen a su boca!
Asintió mientras freía a esos pequeños atacantes.
-¡Vale, pero dime qué está pasando!
-Está bien, está bien. Espera…
Habían logrado un éxito relativo limpiando ese espacio de bichos. Por eso, Lored pudo empezar a trazar el círculo. Alrededor del cuerpo febril y tembloroso de la monja, su pie dibujó esa forma redonda, y le echó algunas hierbas aromáticas para relajar sus pulsaciones.
-Verás, Gazmir… los siervos de los Grandes Bichos son muy celosos de su existencia. Ya conociste al miserable de Mairlian, que huyó en cuanto pudo. Por eso, los emisarios del Gusano Negro en esta dimensión tienen sus propios medios para sobrevivir incluso después de una muerte segura. O, aunque no sobrevivan, para hacer daño. Es como una hormiga que sigue caminando después de haber sido partida por la mitad… como estoy seguro de que estarás comprobando.
Siguió trazando el dibujo con toda la precisión posible en esas circunstancias.
-Precisamente de hormigas va el asunto-continuó, sin despegar la vista de la tierra-. Dentro de ese mundo desértico hay toda clase de seres: arañas, mantis, moscas… pero todos tienen algo en común. Sus organismos, digamos, están entrelazados por unos seres que, si creemos a los escritos que nos dejó Maztur Verdo, salen del capullo que contiene al Gusano Negro.
Los tres conocían, en mayor o menor medida, ese ominoso nombre. Por textos religiosos, por leyendas, por pesadillas. Un microsegundo de su tiempo acabó destinado a recordarlas todas, a pensar y a dejar de pensar en aquello a lo que se estaban enfrentando. Ese fragmento de su día, sacrificado en el altar, adelantó un poco la fecha en la que esa hecatombe viviente resurgiría del Capullo Negro.
-Eso da igual-aclaró el brujo, permitiéndoles pensar en otra cosa-. El caso es que las hormigas rojas son el adhesivo que une a todos los seres que sirven a los Grandes Bichos. Forman parte de su personalidad, contienen sus recuerdos. Viajan por sus venas, conectando sus nervios con su cerebro, y comunicándolos con su mundo. Esas pequeñas hijas de puta les permiten sobrevivir durante días sin comer, devorando a las más débiles para nutrirse y criando a más… y, claro, les permiten tener una segunda oportunidad después de la muerte. Si la reina ha logrado escapar… las cosas podrían ponerse muy feas para Namera.
A pesar de lo mucho que la había criticado, pronunció esas últimas palabras con pesar. Le tocó la frente, y soltó un taco antes de supervisar el círculo.
-Namera, no sé si me estás escuchando… pero seré franco contigo. Cuando mataste a Mairlian, probablemente aprovechó para introducir a su hormiga reina dentro de ti antes de morir… y seguramente el veneno que tomamos haya debilitado tu cuerpo lo suficiente para que recupere su poder. Lo que está intentando esa pequeña hija de puta es llamar a más bichos, como mano de obra provisional, hasta que pueda criar a más hormigas rojas. Les está dando órdenes a esos bichejos para que reescriban tu sistema nervioso… para que me entiendas, tu mente. A base de picotazos, a base de pequeños movimientos, te van a convertir en una copia exacta de Mairlian.
Namera abrió la boca, aterrada. Arañó el suelo, clavó las uñas en la tierra hasta que sangraron. No podía convertirse en ese engendro, tenía que volver a ensartarlo, tenía que volver a quemarlo, por Hazao, Hazao tenía que ayudarla, tenía que darle las armas para destrozar esa cara burlona y demoníaca…
-No pienses en él. La reina no lo sabe todo acerca de Mairlian, y se alimenta de tus recuerdos sobre él. Si le das lo que quiere, el monstruo que ocupará tu cuerpo dejará al antiguo Mairlian a la altura de un bebé. Piensa en todo lo que te hace Namera, en tu pasado, en tu religiosidad, en tu fuerza de voluntad. Eres…-se detuvo, avergonzado, pero continuó-… eres una mujer admirable, mucho más de lo que yo llegaré a ser en lo que me queda de vida. Desde luego, más de lo que soy, y ni me voy a molestar en mencionar lo que he sido.
Le tocó la muñeca, le tomó el pulso.
-Te pediría que usaras tus recuerdos para retrasar a estos bichos mientras formulo el hechizo… pero sé que lo vas a hacer.
Mientras le acariciaba el pelo de la frente con una ternura que le repugnaba, le pareció verla sonreír. Le haría falta ese optimismo.
-¡Gazmir, gandul, ponte a trabajar!-gritó, viendo que se había detenido a contemplar la escena-. ¡Que no tenemos todo el día!
Obedeció con más empeño todavía, sabiendo lo que se estaban jugando. Pero las tropas de ese ejército no hacían sino aumentar, y él no estaba precisamente en su mejor momento. Desde luego, era un panorama desolador a todos los niveles.
El olor era insoportable, por los excrementos y desperdicios abandonados por los bichos antes de marchar hacia su nuevo hogar. Un aroma fuerte como un martillazo, pero más lento y nocivo, tan desagradable que amenazaba con náuseas e incluso con algún vómito contenido por falta de tiempo. En esos momentos, la única sensación que tenía alguna remota importancia en sus cabezas, la única realidad, era el olor.
Esa falaz percepción permanecía hasta que, siempre de forma inesperada, sentían esa punzada en el brazo o en la pierna. Primero un dolor intenso, y luego un irritante picor que les obligaba a rascarse hasta que sus uñas arrancaban una minúscula pero significativa tira de piel. Los bichejos atacaban, vengativos, sádicos… y, sobre todo, inteligentes, sabiendo dónde y cuándo morder o picar a sus víctimas. Cuando menos se lo esperaban, cuando estaban ocupados disparando o velando por el bienestar de algún compañero. Sin embargo, su truco favorito era actuar cuando estaban ocupados rascándose otra picadura. Claramente, eran los herederos de Mairlian.
Gazmir giró la cabeza para mirar a Lored, sintió una picadura en la nuca. Agarró a la araña, la estrujó sin ningún miramiento hasta aplastarla, se rascó furiosamente. No quería hacerlo, pero no era opcional. Su cuerpo, alarmado, le gritaba que lo hiciera. Todo lo demás, sus recuerdos, su vida, estaban supeditados al momentáneo placer de deshacerse de ese picor. Solo podía rascarse con la esperanza de que esa molestia desapareciera de una vez por todas, pero siempre había un nuevo e imperceptible combatiente que descubría formas de dolor que él jamás se habría imaginado.
-Lored…-suspiró. Su sudor arrastraba hormigas muertas cuyas patitas se pegaban a su piel-. No puedo más. ¿Cuánto… cuánto te queda?
-Poco, Gazmir-prometió-. Pero tienes que seguir.
-Vale…
Siguió rechazando la interminable invasión. Delante de él, los soldados avanzaban con sus aguijones como sus blasones, con su número como su arma disuasoria. Ya caminaban con surcos cuidadosamente cavados por sus predecesores, dibujando un laberinto en la tierra. Era una imagen que cualquier artista podría haber utilizado para retratar el infierno. Por lo menos, ese cúmulo de estímulos repulsivos había prescindido de un sonido distintivo. Por lo menos atacaban en un recatado silencio. Si no fuera por ese zumbido que…
…ese zumbido que evocaba mosquitos, abejas, avispas.
Los vio surcando el aire, moviendo sus alas con un ritmo hipnótico. Delante de ellos no había ni pedazos de ramas ni depredadores naturales, ni ninguno de esos idiotas que trataban de retrasar lo inevitable. Por el contrario, esa masa amarillenta viajaba con total libertad, en un trayecto destructivo cuyos frutos estaban podridos y cuyas raíces eran el marchito legado de un muerto. Su vuelo, tan fascinante como grotesco, marcaba el final de la lucha. Todos sus esfuerzos habían sido en vano.
Esas criaturas juguetonas se abalanzaron sobre su boca, picaron sus labios hasta hincharlos, hicieron que sus fauces se abrieran en un chillido encarnizado para recibir al enjambre.
Su cuello vibró con el zumbido de sus alitas moviéndose, con la banda sonora de su inminente decadencia. Empezaba a disfrutar de sus picaduras, a pensar en sí misma como un engendro vicioso y perverso. Las mentiras de que había convertido en verdades desaparecían de su cabeza: todo lo que importaba era el goce, la satisfacción de esas pulsiones macabras que los bichos despertaban presionando en zonas concretas de su cerebro. Moldeándola a su repugnante imagen y semejanza.
Namera se incorporó, salivando en abundancia. Entre sus dientes, pedacitos de insectos que ennegrecían su esmalte. Sus ojos entornados, su rostro deformado en una expresión burlona que desafiaba a la mujer que había sido hasta ese momento. Lágrimas vestigiales caían por sus mejillas, porque no quería convertirse en ese monstruo. Durante cada uno de sus brutales espasmos, experimentaba sensaciones contradictorias de dolor y de un involuntario placer. Sus tres acompañantes leyeron su rostro con acierto: rehuía ese regocijo en el sufrimiento ajeno, trataba de refugiarse en el propio como último reducto para salvar no solo su alma, sino su propia existencia. Pero, por mucha fuerza de voluntad que tuviera, las fuerzas invasoras atacaban los órganos que contenían todo el adiestramiento recibido a lo largo de su vida.
Retorcieron sus recuerdos mientras ella se convulsionaba entre gemidos de dolor. Pronto, supieron qué hacer para someterla por completo. A pesar de su encendida resistencia, esas hormigas corrieron por sus cuerdas vocales, obligándolas a moverse.
-Me… me…
Los tres quedaron paralizados ante el sonido de esa hermosa voz. Se la habían imaginado con mil timbres distintos, con entonaciones totalmente opuestas. Pero jamás hablando de esa forma tan mecánica, forzada desde su propio cuerpo, y a la vez sacando a relucir esa intencionalidad tan perversa.
Se dijo a sí misma que había una cosa que no le podían quitar: su voto de silencio. Se aferró como pudo a su dignidad, a esa voluntad que había creído inquebrantable. Pero su cuerpo no hacía caso, se rebelaba contra esa dueña antaño respetada. Sollozaba, pero reía. Pronunció esas palabras con un tono caótico, todavía dubitativo:
-Me encanta el cuerpo de esta perra…
Los brazos de esos cadáveres arañaban sus piernas, desgarraban sus músculos, les hacían sangrar. Uno de ellos emitió un largo y pesaroso chillido mientras esas fuertes manos le arrastraban hacia una improvisada tumba. Los otros cinco atacaron con mayor rapidez, cercenaron esos brazos con sus cuchillas. Se zafaron de los muertos vivientes gracias a la habilidad de la que disponían, pero todos y cada uno de ellos acababa de experimentar un terror sin parangón, al menos durante su vida como soldados de élite.
Miraron hacia atrás, para ver cómo esos cuerpos volvían al mundo de los vivos, todavía calientes y vengativos, sin saber que estaban obedeciendo los designios de unos brujos cuyas prioridades no incluían su bienestar. Probablemente, de haberlo sabido, tampoco les habría importado mucho.
Los hechiceros se habían retirado a observar el espectáculo desde la retaguardia, aparentemente, en los pocos segundos que habían tardado en volver a mirarlos. Ahora regían sus destinos en el horizonte, mientras una horda putrefacta les acechaba desde todos los flancos. Eran más de los que se habían imaginado, una legión de espectros cuyos rostros habían perdido toda expresión, seres mecánicos e inhumanos con cuerpos de hombre.
El Nudillo de mayor rango les indicó con un sobrio gesto que se dirigieran hacia ellos. No les hacía falta: ya les habían matado una vez, y ahora volverían a hacerlo.
Al principio parecía fácil: simplemente, hacerles caer, atravesar su cerebro como les habían enseñado en su adiestramiento. Claro, les habían dicho que esa nigromancia aplicada a humanos era prácticamente inaudita. Por eso había cierto respeto, incluso una leve variante de miedo en su actitud, pero no vacilación. Despachaban a sus adversarios con relativa facilidad… si se entendía a sus adversarios como individuos. En cuanto pasaron unos breves minutos, vieron que el grupo actuaba como una colmena de cadáveres, como un ente con personalidad propia.
Podían matar a uno, a dos, a cien, pero sus extremidades se desgastaban como una hoja sin afilar. Les habían enseñado a matar de forma rápida y eficiente, pero no había lugar para la eficiencia en esa escaramuza. Solo insistencia, atacar y atacar, con habilidad, con fuerza, sin permitirse un momento de duda. Pero siempre había un brazo rebelde que aparecía de la nada y que había que cortar al instante, siempre había una de esas criaturas que se abalanzaba desde detrás y les obligaba a reaccionar en un tiempo indeciblemente corto. El grupo mostraba una inteligencia primaria pero perversa: sus miembros sabían que no eran más que sacrificios para el altar, los medios para que uno de ellos finalmente lograra su cometido. Eso era lo que hacía especialmente peligrosos a esos engendros. Y cada vez tenían menos espacio para maniobrar…
Unas manos débiles pero que actuaron en el momento propicio arrastraron a uno de ellos hasta la zona controlada por la jauría. Sus ademanes teledirigidos desaparecieron para dar paso a una antropófoga voracidad. Desgarraron el estómago de ese guerrero estoico y frío que ahora chillaba pidiendo una clemencia que no iba a recibir. Una afortunada decena de repartió sus tripas, mientras el resto recordó el sabroso premio que aguardaba en el interior de esos soldados de negro. Atacaron con una mayor insistencia, seguros de su victoria, y le arrebataron esa seguridad a los Nudillos de Iblis. Alguno hasta cometió el fatal error de atravesar su cuello o su pecho, cuando lo importante era la cabeza. Generalmente, a ese fallo garrafal le seguía un momento de espanto acentuado en la que el no-muerto casi alcanzaba su funesto objetivo. En una ocasión, fue así: uno de ellos cayó por un mordisco en el cuello por el que se desangró. Su bestial asesino procedió a devorarle el rostro: no solía mostrarlo, pero ahora daría igual aunque lo hiciera. Era solo una máscara carnosa y dolorida.
 Los mortecinos soldados rodearon a los Nudillos de Iblis, dejando un espacio cada vez más pequeño. Se asfixiaban por el calor de esas masas de carne aplastándose las unas a las otras, amenazando con pasarles por encima. Los cuatro valientes luchaban por un Iblis que cada vez parecía más lejano, y cuyo interés por sus sirvientes parecía decrecer con una velocidad alarmante. Al igual que sus esfuerzos desesperados por seguir con vida.
Uno de ellos detectó, retroactivamente, la mentira en los discursos de Al Martak. No quiso colaborar con ella, sabiendo que iba a morir por un monarca que no le había contado toda la verdad. Se lanzó a por ellos en plancha, con un alarido de desafío final. Le hicieron pedazos mientras reía por no llorar.
Los tres que quedaban se miraron entre ellos, quizás buscando algo de seguridad o de empatía. Pero era demasiado tarde para ellos: se habían creído invencibles, y el mundo les había demostrado que no era así. Los encapuchados, sin demasiado esfuerzo, habían trastocado su mundo, y pronto tras…
¿Sin demasiado esfuerzo?
El que parecía el líder temblaba, movía los brazos dibujando curvas en el aire, soltaba quejidos fortuitos de dolor. Su espalda se encorvaba hasta transformar su figura por completo, hasta quebrarse por el titánico esfuerzo de levantar a los muertos. Incluso con la ayuda de su señora, suponía una agonía interminable.
Era vulnerable, y tenía el control sobre los muertos. Era una oportunidad viviente.
El de mayor rango miró a los otros dos, mientras atravesaba el cerebro de una de esas criaturas. Sus subordinados asintieron: no tenían un tiro limpio, pero si se abrían paso entre los zombis…
Patadas, puñetazos, estocadas. Rápidas, fuertes. Pero, sobre todo, inseguras. Usaron todos los movimientos y las estrategias que habían desechado hasta el momento por peligrosas, porque sabían que había una pequeña luz al final de ese horrible túnel. Con la mirada fija en ese mago, el líder continuó…
Treinta y dos piezas podridas de marfil y esmalte penetraron su cráneo tras ese feroz movimiento de mano que le arrebató la máscara. Dolía. Rechazó a un par de muertos más, mientras la vida se le escapaba por la calva. Pronto, otros cadáveres andantes se acercaron a morderle, a hundir sus afilados dientes en su herida. Cayó al suelo, con un último gesto de desesperación: señalar al brujo. Ojalá sus dos aprendices pudieran completar lo que él había empezado.
El décimo Nudillo de Iblis, el peor entre los mejores, creyó haber encontrado un atajo, un camino en el que los cuerpos eran menos numerosos. No sabía si era una fantasía provocada por la desesperación al ver morir a su líder, no sabía si un atajo era garantía del éxito. Pero tenía que intentarlo, ¿no? Al final, eso era lo que contaba: intentarlo. Por eso se contaban historias sobre guerreros enemigos, reconociéndoles cualidades positivas impensables en la masa de infieles. Por eso, quizás… quizás esos brujos se acordaría de él, incluso si asesinaba a su líder. O incluso si fracasaba.
Miraba a ambos lados, en busca de ayuda, pero solo veía cadáveres. Tiras de piel pálida, sesos volando por el aire, sangre manchándole la cara, pedazos de su máscara desperdigados por la fría tierra. Su compañero no estaba por ningún lado lado, temió que se lo hubieran comido. Por eso, sacó fuerzas de la desesperanza. No le prestó atención a las amenazas veladas en esos gruñidos que se debatían entre la vida y la muerte. Lo único que importaba era esa cabeza de brujo, rodeada por la capucha.
Alzó el brazo, dispuesto a desprenderse de su arma para lanzarla… pero solo en el momento propicio. Quizás debía esperar a dar dos pasos, quizás unos cuantos más… no había tiempo de pensar. Su compañero había muerto, estaba seguro de ello. Él lo estaría dentro de poco pero, si no actuaba con presteza, los niños de Bardak morirían. Y no por un acero enemigo, sino por un pelo en llamas, porque se convertían en sapos y eran aplastados, porque esos brujos jugarían con sus cuerpos y sus almas hasta que quedaran irreconocibles. Él no podía tener hijos, pero sí los soldados con los que había convivido durante toda su vida. Por eso no podía permitir ese aciago futuro.
Tres pasos. Tendría que bastar. Miró fijamente esa marca que adornaba la frente de Zirano. Una diana perfecta. Se preparó para bajar el brazo…
…un mordisco en el codo. Soltó la espada, sin las fuerzas ni la voluntad necesarias para sostenerla. Rogó a su dios por una segunda oportunidad, pero los muertos no concedían respiros. Enseguida, la estampida de cadáveres le tiró al suelo, se alimentó de ese cuerpo que ya había perdido el aliento que le daba vida. Alzó el brazo hacia ese brujo que ya volvía a avanzar. Cerró el puño, golpeó al aire en busca de un último coletazo de gloria. Solo encontró una nariz moqueante y, poco después, los dientes de su difunto dueño. Los nudillos del Nudillo acabaron despellejados antes de que su corazón se dignara a dejar de latir.
Los restos de su último compañero también yacían en el suelo, al menos hasta que los muertos vivientes se encargaron de recogerlos con sus hambrientas bocas. Luego, se retiraron forzada pero respetuosamente. Sus cuerpos en descomposición quedaron contenidos por una línea invisible que les recordaba una triste verdad: no eran nadie. Eran solo herramientas, y la carne humana era como el acero en una espada o la madera en una rueda. Alguno gruñó, pero no era por esa indignidad. Tenía hambre.
Los cuatro hechiceros cruzaron, como impíos profetas, el camino marcado por esas abominaciones que esperaban pacientemente su siguiente orden. A pesar de que Zirano tropezaba cada cinco pasos, a pesar de sus constantes toses y maldiciones, los muertos le obedecían con un respeto que ya quisiera él por parte de los vivos. Pero entonces recordaba, con amargura y cierta envidia, que en realidad obedecían a su señora.
Señaló la tienda, empleando ese dedo cadavérico tan vulnerable que sufría por una simple brisa. Una tienda del color de las sombras, de la noche eterna, de las ropas rituales que a veces tenían que llevar para contentar a los demonios que les permitían hacer sus truquitos de magia. Era el color de la buena suerte para ellos, un augurio más que bueno.
-Nuestra… misión ha… llegado a su fin-se jactó, consumido por esa costosa magia negra-. Cuando acabemos con… este tirano, ha… habremos destrozado la última pie… dra en nuestro camino.
Y, por alguna razón, no se alegraba de ello.
La forma en la que Namera agitaba los dedos, esa amenaza latente en cada uno de sus movimientos, les ponía de los nervios. Drico se apartaba instintivamente ante cualquier gesto de sus manos, ante unos gestos que causaban vibraciones en el aire, que hacían temblar los cimientos de la tierra con leves sacudidas. De vez en cuando, hasta una llama aparecía junto a ellos.
-Lored, ¿todavía se puede?
Tardó en contestar, porque ni él mismo sabía la respuesta.
-Sí. Si colabora… sí, sí podemos. Pero hay que mantenerla en el círculo.
El bardeño miró ese rostro colérico y pálido cuya boca, orejas y nariz dejaban asomar algún aguijón de avispa, un pedazo suelto de ala de mosquito. Ya no parecía ella. Se parecía demasiado a ese presuntuoso hechicero, a ese monstruo arrogante que, por tener una conexión natural con la magia, se había creído…
Claro. Eso era. Por eso solo podía crear alguna llamita, por eso la tierra no se partía en dos con sus más poderosos hechizos. No estaba dotada con ese contacto tan directo con los Grandes Bichos que había tenido Mairlian, ni tenía los materiales necesarios para hacer una invocación en condiciones. Seguía siendo peligrosa, sí… pero había esperanza.
-Namera, escúchame. No eres Mairlian.
-Me… me das pena, enano. Eres un… desperdicio de carne. Mis bichos te van a comer. Eres… me das pena, enano. Me das pena, enano-repitió, con el cerebro dañado y todavía a medio reconstruir. Su voz era bonita, pero ya había perdido el horrible encanto de la novedad. Ahora era únicamente un sonido grotesco, revestido de un tedio inigualable-. Y me das asco…
-Y que lo digas tú con la boca llena de bichos… pero piensa, Namera, piensa, por favor. Ya sé que, como monja, no estás acostumbrada a ello. Sin embargo, te aseguro que es fundamental. Y tú misma lo sabes, solo que esa hormiga reina no te lo deja recordar. Pero, de forma inconsciente, te estás rebelando contra su influencia. Piensa, si no, por qué están fracasando esos hechizos. Porque tus valores te impiden desatar su magia contra nosotros-mintió-. Y piensa, si de verdad eres Mairlian… si de verdad eres ese patético y miserable bicho que no puede aceptar la derrota final… ¿por qué no has salido todavía del círculo?
Se palpó la cara, confusa: reconocía el exterior. Reconocía sus ignominiosas curvas, su piel magullada de tanto fustigarse, esas formas femeninas que había tratado de esconder bajo el hábito. Sus ojos, esas dos esferas que la Madre Superiora le había dicho que era el espejo del alma, recorrieron su cuerpo aceptándolo, reconociendo su piel, sus huesos, esas venas que recorrían sus muñecas. Hasta llegar a sus pies, rodeados por esa hendidura en forma de círculo. Sí, tenía razón… era Namera, no Mairlian. Lo cual planteaba una cuestión espinosa que pocas veces se había preguntado.
¿Quién era Namera?
Mientras trataba de hacer frente a esa pregunta, Gazmir rechazaba a los bichos con el cetro. Drico observaba, rencoroso, cómo manejaba esa destructiva herramienta. Tenía un control sobre ella que él jamás había podido igualar, el arma era ya suya, se había apropiado de ella con alevosía… pero por lo menos la usaba bien. Daba gusto ver cómo esos pequeños mierdecillas volaban por los aires. Ese olor a quemado le excitaba.
-Lored, espero que tu plan funcione pronto-le dijo el bardeño, mientras retrasaba la avanzadilla de los bichos-. Cada vez vienen más.
-Ya, pero no vienen por el aire. No deberíamos tener problemas… si Namera se acuerda de su infancia, por ejemplo. Así que, por favor… hazlo.
No parecía escucharle, pero lo hacía. Aunque ese rostro solo mostrara las expresiones más propias de Mairlian, la arrogancia y el morboso deseo de hacer daño, su interior era consciente de  que existía un ente llamado Namera, aunque solo tuviera un vago recuerdo de él. Las atrocidades cometidas por el mago se imponían con fuerza.
El otro brujo, el que dependía de sus conocimientos y no de su poder, alzaba los brazos y pedía ayuda a seres que ni se quería imaginar. Dentro del círculo, un leve fulgor azul comenzó a iluminar sus piernas. Sintió cómo su cuerpo se purgaba, cómo esos indeseables invasores luchaban por sobrevivir. La hormiga reina se paseaba por su cerebro como si fuera su coto de caza, dirigiendo los movimientos de sus obedientes súbditos. No solo de los que circulaban por sus venas, sino de aquellos que permanecían en el frente. Los que, de forma casi imperceptible, podían hacer más daño.
Las líneas dibujadas por Lored, que delimitaban perfectamente el área de acción de su magia, experimentaron una ligera perturbación. Un escarabajo dibujó, con su último aliento, una línea que salía de ese círculo inmaculado. Como un niño que se salía al colorear, esa pequeña imperfección acabó afectando al conjunto en su totalidad: la magia se escapaba, ese resplandor celeste dejaba de actuar con todo su potencial. Lored lo notó, lo manifestó con sus expresivos ojos saltones y una mueca caricaturesca de preocupación.
-¡Gazmir, que no se cuele ninguno! ¡Están tratando de destrozar el círculo!
-Eso es más fácil decirlo que hacerlo…-masculló, limpiándose el sudor. Los bichos a su alrededor se movían a una mayor velocidad que nunca, como si esa hormiga roja les hubiera espoleado con un látigo de órdenes telepáticas, como si supieran que era su última oportunidad. Se montaban encima de los cadáveres de sus compañeros, o los devoraban para recuperar fuerzas. Algunos se convertían en masas de cinco, de seis, de diez miembros de la misma especie, que avanzaban como una rueda, levantando la tierra que hallaban a su paso. Esos eran los más peligrosos, que el bardeño rechazaba con una patada aunque se aferraran a su pierna: esos eran los que más daño le podían hacer al círculo, y el círculo era lo más importante. Era lo único que podía salvar la vida de su amiga, y seguramente la suya.
Namera tenía que conformarse con observar, como una entidad extraña en su propio cuerpo, cómo un grupo de criaturas existentes en la Naturaleza se convertían en aberraciones al servicio del Mal. De un mal que desafiaba las normas de Hazao.
Hazao… a pesar de que esa luz azul se iba apagando de forma intermitente, la luz de Hazao seguía junto a ella, como una manta protectora pero también como un celoso vigilante. Hazao… ese concepto inefable la había acompañado desde el nacimiento, en la forma de moverse de sus cuidadores, en las cosas que decían, en los valores que le habían inculcado. ¡Sí, eso era! Hazao, el ancla para descubrir qué era Namera. Seguramente la antigua monja se habría escandalizado por haberlo reducido a esa simplificación, pero su agónica sucesora estaba luchando por la supervivencia. Tenía que aferrarse a ese clavo ardiendo para recuperar sus recuerdos, tenía que descubrir quién era esa mujer que esos hombres estaban intentando salvar con tanta insistencia.
Pero había un problema, una faceta de esa fémina que le hacía temblar de terror y de una irracional vergüenza. Algo que no quería revisitar ni en mil años, una tortura que ni siquiera había querido reconocer antes de que el pérfido Mairlian intentara colonizar su cuerpo.
Ya podía sentir las manos de la Madre Superiora sobre su cuerpecito…
Sostenía esa espada en un mundo más simple, un mundo en el que sus opciones se bifurcaban como en un caudaloso y próspero río, porque sus ancestros no habían decidido por él. Un poder diabólico recorría su cuerpo, la espada que sostenía en su mano exigía sangre y sumisión. Pero ni la libertad ni el poder podían compararse a esa certeza que guiaba cada uno de sus pasos: estaba haciendo lo correcto. No, eso era una obviedad, hasta un porquero que no molestaba a nadie podía hacer lo correcto. Estaba marcando la diferencia, salvando al mundo de una amenaza más allá de sus débiles fronteras. Podía escuchar las voces de los demonios que se burlaban de él, que intentaban seducirle con esas promesas dulces que ocultaban una terrible realidad. Pero no escuchaba sus argumentos porque sabía que estaba haciendo lo que tenía que hacer.
Frente a él, la bruja trataba de romper las barreras que mantenían a esos demonios en sus gigantescas jaulas. Ya podía experimentar cómo el tiempo se dilataba, sus movimientos parecían estar disueltos en agua, los colores eran otros, sonidos de otros mundos muertos castigaban sus oídos. El ritual estaba siendo todo un éxito.
Por eso, su misión era más importante que nunca. Por eso tenía que usar la magia que habían metido en su cuerpo. Eso, y derribarla, tirarla por el barranco junto a sus preciados demonios. Que sufriera durante una eternidad lo que había querido para el mundo entero. Alzaba la espada con la fuerza de mil leyendas juntas, sentía en sus sienes el palpitar glorioso de la victoria. Moldearía el mundo a su imagen y semejanza, cuando…
Despertó de ese sueño, no con la placidez que el triunfo sugería, sino pegando un salto, entre sudores, profiriendo un alarido que habría despertado a los hombres que vigilaban su tienda… si hubiera quedado uno vivo. Últimamente, Al Martak estaba experimentando esas irritantes molestias a la hora de dormir. Pero esta vez era distinto, era como si su propia mente le tratara de advertir de algo… no, no advertir, porque advertir solía implicar que podía evitar lo que le sucediera. Era más bien un castigo, una conclusión anticipada para sus últimos momentos de tranquilidad.
Vio, iluminadas por las llamas, cuatro sombras mutadas cubiertas por túnicas. Un sudor frío cubría su frente, con una anticipación fatalista. Estaba convencido, al contrario que muchos de sus compatriotas, de que la magia era perfectamente comprensible aplicando sus estándares de pensamiento. No solía tenerle el mismo respeto que sus súbditos… pero su tierra era su tierra, y llegaba a afectarle hasta a él. Pero él podía ignorar esos escalofríos que le recorrían el espinazo, podía incorporarse manteniendo esa regia dignidad que le había llevado a donde estaba. En cuanto Zirano entró en la tienda, le desafió con su mirada de piedra. Pero, esa vez, el brujo no retiró la suya.
Desde una perspectiva externa, el que hubiera visto esa escena habría pensado que se trataba de simple fanfarronería, de una pelea de gallitos. Pero había más en esa confrontación que la vista. También estaban los latidos, apenas audibles. El olor a sudor y testosterona desatada. La electricidad del aire, que erizaba los pelos de su barba.
-Si queréis que suplique, podéis esperar hasta que el Sol se congele. No os voy a dar ese placer.
Zirano arqueó una ceja: a pesar del yugo ardiente al que le sometía su señora, ese tipo le gustaba mucho menos. Sus aires de superioridad moral le repugnaban, su voz grave y sosegada le provocaba una envidia que ni siquiera podía disimular en esa situación de ventaja. Le señaló con el dedo, mientras sonreía nerviosamente.
-Pero no… queremos que te… rindas. Solo queremos… matarte.
Ese fue el detonante que la Bestia del Sur necesitaba para abalanzarse sobre el hechicero. Este solo tuvo que chasquear los dedos para que todo su adiestramiento fuera inútil. El monarca, esa masa corpulenta de músculos y venas, se desplomó sin un signo de resistencia, por una fuerza de la gravedad que había aumentado repentinamente. Con los ojos inyectados en sangre, tuvo que contemplar una sobrecogedora imagen: la tierra hundiéndose a su alrededor, como si una mano invisible la sometiera.
-No so… so… somos un señor de la… guerra que quiera decirle a sus amantes cómo obligó al rey de Bardak a supli… car por su vida. Lo único que nos interesa es que desaparezcas del mapa, porque has dejado de sernos de utilidad. Toleramos tu invasión, rey del lodo y la mie… mie… ¡mierda!-gritó, maldiciendo la marca que maldecía su frente-, para poder responder con contundencia, y llegar hasta… hasta… tu tierra. La vamos… a convertir en lo que más… odias. Caos, impiedad, depravación… en definitiva, lo… lo que ya había, pero reconociéndolo abiertamente… y no… no necesitamos tus súplicas para hacerlo.
Un movimiento de mano rápido, en parte involuntario y en parte impulsivo, sentenció a Al Martak. La presión hizo que sus huesos crujieran, que el aire abandonara sus pulmones. Comprobó en sus carnes la futilidad de su invasión, cuando las venas de sus brazos amenazaron con reventar. Aun así, logró clavar los codos en el suelo, a pesar de que levantar los brazos supuso un tormento atroz. Los hincó en la tierra un par de veces más, se arrastró para avanzar hacia ellos. Su pueblo… procuraba no pensar en él. Sin un gobernante de hierro guiando sus destinos, caerían en el caos más absoluto, se dejarían llevar por la destructiva y cortoplacista naturaleza del hombre. Se arrastró un poco más, mordiéndose la lengua hasta que sangró para soportar el dolor. Quería que quedara un último gesto de esperanza, un último ejemplo a seguir para las mentes despiertas que poblaban su reino. Quería que supieran que Al Martak no se había sometido ni a la misma realidad que caía sobre él como una invisible y descomunal prensa de vino. Sus bíceps estaban ya hinchados y deformes, pero continuó. Al ver sus dientes ensangrentados que cerraban herméticamente su boca, hasta Zirano tuvo dudas sobre el éxito de su empresa.
El tirano intentó agarrarse a su pierna con esos brazos poderosos, partirla, quebrarla, morderla con unos dientes que empezaban a hacerse pedazos por el choque de unos con otros. Se acercó un par de centímetros más, experimentando un macabro dolor con cada milímetro que se arrastraba. Hasta la más insignificante china del suelo rozaba su piel como una cuchilla, pero eso ya era lo de menos. Su nariz sangraba, sus oídos sangraban, sus propios ojos expulsaban esa sustancia roja que tanto había derramado. Decidió llevar a cabo un último intento de rebelión, un último exabrupto contra los tiempos que le había tocado vivir. Flexionó las rodillas para saltar, descubriendo nuevos escalones dentro de la escala del dolor.
Su rótula se partió en nueve pedazos distintos y, a pesar de ello, no les concedió ni un solo grito. Pedacitos de dientes atravesaron la piel de sus mejillas, sin que un quejido saliera de sus labios. Su columna vertebral, como la columna de algún viejo y descuidado templo, se derrumbó contra sus órganos internos. Crujidos, fluidos expulsados de todos sus orificios, sus músculos reventando por la inhumana presión. Fueron los únicos ruidos que se escucharon mientras ese monarca moría con la barba manchada de polvo. Su expresión era la de un fracasado honorable, que había hecho lo que había podido. La envidia de Zirano creció hasta quemarle la frente.
Se agarró la marca, dolorido: una excitación sadomasoquista, alegría por haber cumplido la misión, por estar cerca del Final, del Principio, de ese acontecimiento que convertiría en irrelevante esos mismos conceptos. Gruñó, deleitándose en esa alegría artificial, impuesta por la bruja. Por ese peso invisible que llevaba cargando durante esos largos años.
Relajó su control sobre los zombis. Los cuerpos cayeron al suelo, descansando. Al igual que él, que tuvo que hacer un esfuerzo para no caer al suelo. Sabía que ninguno de sus tres compañeros se dignaría a recogerle. Escupió al suelo.
-Ya hemos sacado la basura. Pronto esta guerra terminará y…
Y todo se acabaría.
-…y nuestro objetivo se habrá cumplido. Vámonos, no hay nada más que ver.
Salieron al exterior, desolado por las hordas de muertos vivientes que ya apenas se diferenciaban de sus víctimas. La expresión estoica de Al Martak seguía fija en su cabeza, un recordatorio de lo que era un hombre libre. Apretó el puño con fuerza, pero sin llegar a clavarse las uñas. Bastante había sufrido ya.
Esas manos sudorosas le habían enseñado a someterse. Como una prostituta ante un cliente, había aceptado la total subordinación al Concepto Supremo. Al principio, para evitar los guantazos de la intransigente Madre Superiora. Luego, por temor a ese otro mundo cubierto de llamas, en la que su piel ardería mucho más que cuando la obligaban a meter el dedo en la olla hirviendo. Por último, quizás por amor, o quizás por miedo también. Pero no al Más Allá y a su estricto juicio, sino a ese pasado que le pedía borrar, aunque nunca se atreviera a formularlo con palabras, ni siquiera en su mente.
Su evangelio habían sido esos dedos recorriendo sus cuerpos, su pasión había sido la que aparecía en esa cara repulsiva cuando cogía su mano y la metía por la fuerza dentro de su cuerpo, cuando sus deditos de niña acariciaban sus repulsivos jugos. Su rezo diario habían sido sus rodillas clavadas en el suelo, sufriendo, magullándose, mientras le pedía a ese tal Hazao que todo hubiera sido un sueño.
La Madre Superiora… intocable, depravada, repulsiva. Miles de adjetivos se le pasaron por la mente, adjetivos hirientes y bastante adecuados que deseó gritar a los cuatro vientos para que todo el mundo supiera quién era esa mujer. La que había esculpido su psique, la que seguía determinando su vida incluso en ese momento.
Las hormigas que trepaban por su piel bebían de sus ojos llorosos y su nariz moqueante. Esa lastimera mujer, iluminada por la decadente luz azul, señalaba a sus acompañantes pidiéndoles compasión pero, al mismo tiempo, tratando de acabar con su miserable vida.
-Tengo miedo… tengo… miedo…
Atacó a sus compañeros, logró elevar una piedra en el aire y casi acertar a Gazmir. Este se apartó, solo para ser atacado por una nube de mosquitos que cubrieron sus brazos de picaduras. Disparó con su cetro, dispersándolos, pero la velocidad a la que se movían le impidió matarlos a todos. Y las hinchazones que cubrían prácticamente la totalidad de su cuerpo descubierto le pedían que matara a todos y cada uno de esos pequeños bastardos.
Drico se limitaba a esconderse en cualquier rincón apartado que encontrara, ya sin esforzarse en huir. Incluso sin los grilletes, le habría resultado más beneficioso rechazar a esas molestias voladoras con los brazos que ponerse a correr en una tierra repleta de insectos. Con un enemigo más grande que él, incluso con ese ogro cuya cueva no se había atrevido a visitar, sabía a qué atenerse. Pero esos soldaditos podían meterse en sus rotos y destrozarle desde dentro, podían picarle los pies hasta hacerle tropezar y luego llegar a su cerebro artificial a través de la boca. Cada mirada al suelo se saldaba con un mareo, con unos segundos durante los que cerraba sus ojos en un signo de terror.
Lored, por su parte, intentaba rechazarla con sus hechizos, y tiraba ácidos al suelo para que los bichos evitaran su frágil dibujo. Pero de vez en cuando uno lograba desdibujar el círculo y convertía su hechizo en un coladero. Cuando eso sucedía, Namera soltaba una risotada inhumana. No le gustaba nada.
-Namera, no tengas miedo-le decía, sin saber muy bien cómo tratar con una persona en esas circunstancias. Los tratados que había leído no daban ningún consejo psicológico-. Siempre has sido la más valiente de todos, así que no tengas miedo…
Miedo. Curiosa palabra, que tantos matices albergaba. Espanto, pavor, terror… distintas sensaciones, apenas diferenciables y a veces idénticas, que recordaba de Namera. Eso era Namera, eso era la mujer a la que había que salvar. La que tenía miedo a hablar porque Hazao la castigaría, la que tenía miedo al fracaso en su misión, a dejar que el Mal campara a sus anchas por la Tierra. ¿Esa era la pura y admirable Namera? ¿Esa era la mujer por la que debía renunciar a los oscuros secretos de la magia, a una vida dedicada únicamente al placer?
No, algo tenía que haber, alguna virtud encerrada en esa jaula de patetismo autoflagelante. Pero la virtud era inútil, ¿no? Eso pensaba Mairlian, al menos, y debía de tener razón. ¿De qué le servían todos esos valores, toda esa meditación antes de cada movimiento? ¿Acaso le servían para levantarse tras una paliza, para proteger a los suyos, para seguir una disciplina que daba orden a su vida?
La respuesta le llegó, como una epifanía pero que, en esa ocasión, venía de dentro: sí. De todo eso servía. Era valiente, se enorgullecía de su bondad y no de sus riquezas, se había impuesto a la magia de ese pazguato que se había creído superior a ella. Movió una mano, solo una mano. Se quitó una hormiga del brazo. Por un momento, los bichos se paralizaron.
Sus recuerdos volvían, como una cascada de desgracias soportadas, hasta entonces, con estoicidad. La hormiga reina intentaba convencerla de que no era así, de que había sido todo una pérdida de tiempo. Pero ya no quería hacerle caso. Ahora, empezaba a entender toda su vida, a mirarla desde un prisma de pretendida objetividad, desde una perspectiva externa. Había logrado imponerse a adversidades desde pequeña, espada en mano, empleando cada fibra de sus músculos con una férrea fuerza de voluntad. Asustada, pero fortalecida por ello.
El brujo sonreía, al borde de una carcajada megalómana, completaba el conjuro sin piedad por esos bichitos. Esa energía azul recorría, como un campo eléctrico, el aire alrededor del círculo. La barba de Gazmir, la paja de Drico, la melena blanca de Lored… todo lo que podía erizarse se erizó ante ese ángel de color mar. Por un momento, pareció experimentar una completa tranquilidad, un estado de paz absoluta, un conocimiento exhaustivo sobre su propia vida.
Sintió un doloroso cosquilleo que bajaba por su cerebro, que golpeaba las paredes de su cráneo con unas patitas que luchaban desesperadamente por sobrevivir y perpetuarse en su vulnerable mente. Pero ya no era vulnerable: la reina estaba siendo fumigada lentamente por esa mágica energía, y ella se conocía a sí misma mejor que nunca. Su propio cuerpo empezaba a generar defensas contra esa invasión.
En un último movimiento heredado de Mairlian, la hormiga se coló en su garganta, tratando de ahogarla. Si no podía quedarse con ese cuerpo, nadie lo tendría. Su cuello, ¡su cuello! El sosiego dio paso a un repentino miedo al Más Allá. Esas patas recorrían las paredes de su tráquea, la mordía, la inflamaba. Su sabor era repugnante, su tacto era viscoso y resbaladizo. Le tenía que dar asco, le tenía que mucho asco, tenía que vomitar…
Y, para ello, no había nada mejor que el recuerdo de la Madre Superiora desnuda, mirándola con esa expresión lasciva y controladora.
Los restos de su escasa comida salieron por su boca, no sin un esfuerzo sobrehumano, manchándose la piel con restos de bichos. Masticó al insecto jefe furiosamente, disfrutando de cada mordisco. Con una bárbara expresión de victoria, escupió esa masa roja e informe, contempló ese cadáver durante unos segundos. Había cierta compasión que se podía intuir por la forma en la que bajaba los párpados, pero estaba claro de que se alegraba de su muerte. Levantó la cabeza, lentamente, avergonzada por lo que había sucedido. Los restos moribundos de la luz azul alumbraban esos ojazos abiertos, llorosos, que acababan de sobrevivir a la prueba más dura. Sonrió, de forma casi infantil.
Entonces, se desmayó.
Lored corrió hacia ella, y evitó que se diera con la cabeza contra el suelo. Le acarició el pelo durante unos segundos, de manera involuntaria, antes de retirar la mano como si le quemara.
-Venga, tranquila, es normal. Es normal. Lo has hecho muy bien, Namera, te toca descansar. Te lo mereces.
Drico contempló la escena con resentimiento, con odio incluso, pero pronto hubo algo que le llamó la atención todavía más que aquella rara muestra de cariño.
Gazmir se lo indicó, tocándole el hombro. Señaló la marcha, en sentido contrario. Como despertándose de una vívida pesadilla, volvían a moverse como animales. Moviéndose de una forma aparentemente caótica pero con un método soterrado bajo esa capa superficial, de forma distinta según la especie, como parte íntegra de ese paisaje que les rodeaba. Fue como si ese herido ecosistema respirara finalmente, como si se librara de las impurezas que ese perverso agente externo había llevado consigo.
Hasta el zumbido de esas alimañas voladoras, antes dotadas de un ruidoso aire militar, parecía sonar con una armonía que jamás hubieran imaginado.
Aun así, Gazmir aplastó uno de esos mosquitos, con una sonrisa de satisfacción.
-¿Quién se ríe ahora, vampiro del aire?
La bruja lo notó, sin que nadie tuviera que decírselo: Al Martak estaba muerto. Bardak caería, dividido y vulnerable, bajo la imbatible reconquista. Los soldados se regocijarían, las familias divididas se reunirían, los viejos respirarían con alivio. Lisinia de Radell se ganaría el afecto de todo un pueblo que haría lo que dijera. Y, aunque breve, sería la mejor gobernante que hubieran tenido en toda su historia: les daría la más absoluta libertad.
Ya empezaba a notar cómo el ciclo llegaba a su fin, cómo la frontera entre ambos mundos se deshacía. La decimotercera Era de Acuario, líquida, mutable, se imponía. Era una época de cambio, y sus hechizos de tanteo ya lo habían detectado. A veces, un segundo del día desaparecía sin dejar rastro, sin que nadie más que ella lo notara. A veces, alguna palabra desaparecía del vocabulario de todas las personas del mundo durante unas horas. Pequeñas imperfecciones en el Gran Tapiz que esa inteligencia intransigente había tejido, y que allanaban el camino para la llegada de los que convertirían la aberración en la norma.
El Capullo Negro ya se preparaba para eclosionar, reuniendo fuerzas tras millones de años de letargo. Terigu-Nizzo deformaba las sonrisas de los cuadros y, a veces, las de sus modelos. Sentía la elusiva y enigmática presencia de ese al que, por no nombrarlo, los hombres llamaban El Adversario. Ni siquiera ella sabía cómo era, si había una mentalidad escondida bajo esas patas de cabra. Pero sí sabía que estaba allí, y sentía un indescriptible placer cuando se imaginaba los gritos de terror que la imagen de ese ser suscitaría en los niños.
Y, por supuesto, les acompañaba el más sutil de los demonios. El llamado Iblis, el que en otros mundos también había sido adorado como un dios, con varios nombres que siempre dejaban un regusto seco y arenoso en la boca. Su voluntad de poder era mucho más discreta que la de los demás, pues no ejercía un poder palpable sobre el mundo. Por el contrario, su fuerza se basaba en proposiciones indecentes en el momento más oportuno, en explotar con inteligencia las taras de los individuos para manipularlos como si fueran marionetas. Le bastaba un empujoncito no ya verbal, sino mental, para cumplir sus complejos propósitos. Por supuesto que todos los fanáticos estaban a su servicio, pero también lo estaban todos aquellos que creían estar por encima de los dogmas de sus compatriotas. Aquellos que actuaban jactándose de su libertad, sin saber que todavía no era posible ser libre. A la falsa Lisinia le fascinaba la capacidad de engaño que tenía ese ser invisible, cómo había sometido a pueblos enteros a lo largo de eones.
Se miró al espejo, se arregló el pelo mientras silbaba esa satánica melodía de ese tal Jagger, que acababa de recordar. Tendría que estar elegante para su discurso, el último antes de la arenga triunfal dentro de… una semana. Sí, algo le decía que podrían recuperar Gailia en una semana. Entonces, todo sería increíblemente fácil, como quitarle un caramelo a un niño muerto. Soltó una siniestra risita al recordar ese chiste, golpeó esa cara mesita del castillo con un disfrute tan infantil como violento. Sus alargadas uñas arañaron la caoba, dibujaron un pentágono mientras esa risa de arpía salía de un cuerpo que muchos habían considerado dulce e inocente. Tras cinco minutos de carcajada, supo qué era tan gracioso: no había escuchado ese subversivo chiste en su vida.
Con el fin del ciclo venían tiempos interesantes…
Mientras Gazmir le golpeaba la espalda, no paraba de escupir trozos de bichos, de vomitar algo de sangre con animalillos disueltos. Lored les había dicho que era normal, y luego se había tumbado a dormir. A Gazmir le correspondía vigilarla hasta que amaneciera.
Era una noche cálida, pero todavía sin ese aire abrasador del verano. Era la noche perfecta para dormir, para pensar en el resto del día con un tono reflexivo o con una naturalidad sencilla, mirando a las estrellas o a las ascuas que salían de la hoguera. Drico ya se había dormido, a pesar de que se había quejado en numerosas ocasiones de que los grilletes le molestaban. Su amigo le observó, agachando la cabeza con un deje melancólico.
-No sabes el susto que nos has dado, Namera-le dijo, en un tono cariñoso-. No solo por Mairlian, que también… sino por ti, mujer. No te podemos perder. Así que recupérate y mañana salimos algo más tarde. Lo que no sé es… cómo vamos a llegar al Acantilado. Lored proveerá, supongo. En mayores fregados se ha metido.
Ella asintió, mientras escupía una araña arrugada. Hizo el amago de vomitar, pero finalmente no hubo manera.
-Venga, tranquila… lo que tengas que hacer, hazlo. Como si me potas encima, no sería la primera vez que me pasa.
La monja sonrió, a pesar de sus marcadas ojeras empañadas de lágrimas. Parecía una adolescente resacosa, pero con un optimismo envidiable por seguir con vida. A pesar de ello, en su sonrisa había cierta sombra de duda, había algo oculto que no le quería contar y que era mejor no saber.
-Pero, bueno, que Lored me ha dicho que tiene pensado como ir, si es que la bruja no se ha ocupado de Al Martak para cuando lleguemos, que me ha dicho que es otra posibilidad. Una de cada tres palabras que dice es verdad, así que… a ver si tenemos suerte. La verdad es que… no te voy a mentir, tengo algo de miedo. Y…
¿Por qué le estaba contando eso? No tenía ni idea. Quizás llevaba demasiado tiempo guardándose las cosas, quizás había pensado en decírselas a…
-…y no lo soporto. No soporto a Drico, cómo se ha puesto. Ya no lo soportaba antes, y… joder, me tendrías que haber visto antes. Solo pensaba en fiestas, y en la bebida, y… en fin, en cierto modo agradezco este viaje. Pero incluso antes, incluso estando en la mierda más absoluta, sabía que había algo mal con él. Tiene una personalidad muy… no sé cómo dijo Lored, pero ahí tenía razón. Auto… autoalgo. Vamos, que se hace daño a sí mismo, y a los demás a veces.
Ella asintió, tras escupir a una hormiga que seguía moviendo sus extremidades.
-Es mi amigo, y me jode verle así. Está en lo más bajo, es… es rastrero, es infantil. Se comporta como si nada fuera con él y no le debiera nada a nadie. Que no digo que se lo deba… pero no se responsabiliza de sus acciones. No me gusta.
-No hagas un esfuerzo inútil por comprenderle. Es un engendro creado por un diablo. Has hecho lo que has podido.
Enmudeció, porque ella no estaba muda. Ya había escuchado al intruso mover su boca sin su permiso, pero jamás la había escuchado hablar a ella sin estar drogada por ese monstruo. Era un tono comprensivo, didáctico. Hablaba con cierta dificultad, pero su lentitud no era ningún obstáculo para el diáfano mensaje.
-¿Qué…-comenzó, incapaz de terminar la pregunta. Ella se encogió de hombros, algo más seria. Se sonó la nariz con un pañuelo de tela antes de contestar. La cabeza de una mosca apareció junto a sus mocos sanguinolentos.
-Ya he permitido que ese monstruo moviera mi boca, a pesar de mi juramento. Si estoy condenada de todas formas… en fin, ¿por qué no hacerlo? Es mucho más cómodo.
Eso le había dicho, pero muy en el fondo sabía que no era así. Que había cosas que había descubierto y tenía que plantearse. Manteniendo el miedo, manteniendo el respeto… pero tenía que hacerlo. Si no, esas cosas que tenía dentro acabarían por explotar… y se los llevaría a todos por delante.
-Bueno, no sé si me lo tomaría así…
-Ya, yo tampoco. Quizás… pueda hacer otra cosa, no sé. Irme a ayudar huérfanos de guerra cuando esto termine. Me lo estoy pensando, y… bueno, ya veré. Hay tiempo.
Gazmir asintió, con una amplia sonrisa.
-Ya. Salvar al mundo, nada menos… la verdad es que yo no sé si hay algo en el cielo, o allá afuera, o en todos nosotros… pero habría que ser muy cabrón si no se conformara con eso. Y, cuando termine… una cabañita, y a vivir la vida. No necesito más.
Ella escuchó, de nuevo en silencio, en ese silencio que la había acompañado tan insistentemente como esos recuerdos malparidos, engendrados a base de golpes que no dejaban marca, de golpes que sí, de lametones repugnantes que habían recorrido su piel.
No se golpeó la espalda por haberse atrevido a hablar. Simplemente, se dio un pellizco.

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